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Cuentos de la Alhambra

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Admirado el príncipe de este consejo, se dirigió á Sevilla; mas por consideracion á su compañero, caminaba únicamente durante la noche, y pasaba el dia en alguna gruta oscura, ó en una torre arruinada; pues el buho conocia todas estas guaridas secretas, y su aficion á las ruinas era igual á la de un anticuario.

Llegaron en fin á Sevilla una mañana antes de salir el sol, y el buho, que detestaba la luz del dia y el tráfago de una ciudad tan populosa, se quedó fuera de los muros, y puso su cuartel en el hueco de un árbol.

Entró el príncipe en la ciudad, y no tardó á hallar la torre mágica, que descollaba por encima de las casas, no de otra manera que una palma sobre los matorrales del desierto. Dicha torre era la misma que existe hoy, y es conocida con el nombre de la Giralda. Una escalera trabajosa condujo al príncipe hasta la estancia mas elevada, en donde halló efectivamente al cuervo cabalístico. Era este un pájaro viejo, de cabeza cana y plumage ralo, semblante ceñudo, y una nube en el ojo izquierdo que le daba una mirada de espectro. Sostenido sobre una pata tenia la cabeza inclinada, y con el ojo que le quedaba estaba examinando un diagrama que se veía trazado en el suelo.

Llegóse á él el príncipe con todo el respeto que su alta reputacion y venerable aspecto debian naturalmente inspirarle: «Perdonadme, le dijo, respetable y sapientísimo cuervo, si me atrevo á distraeros por un instante de los estudios con que teneis admirado al mundo entero. Veis en vuestra presencia á un amante que desea vivamente le indiqueis los medios de que podrá valerse para lograr el objeto de su amor.

– En otros términos, contestó el cuervo con una mirada significativa, ¿queréis que os diga la buena ventura? Enhorabuena, enseñadme la mano, y dejadme descifrar las líneas misteriosas de vuestro destino.

– Perdonad, replicó el príncipe: yo no vengo aquí con objeto de conocer los decretos del destino que Allah ha querido ocultar á los ojos de los mortales; soy un peregrino de amor, y solo pido un hilo que pueda dirigirme por entre el laberinto del mundo hácia el objeto de mi peregrinacion.

– ¿Y os podrán faltar objetos de esta especie en la enamorada Andalucía? dijo el viejo cuervo dirigiendo al príncipe con semblante maligno el único ojo que tenia, sobre todo en la alegre y deliciosa Sevilla, donde mil bellezas de ojos negros bailan de continuo la zambra á la fresca sombra de los floridos bosques de naranjos.»

Sonrojóse el príncipe, y se escandalizó sobremanera al oir palabras tan libres en boca de un pájaro viejo, que estaba ya con un pie en la sepultura. «Creedme, le dijo con gravedad, mi objeto no es tan frívolo é innoble como parece lo suponeis. Las bellezas de ojos negros que bailan en los bosques de naranjos del Guadalquivir, no tienen atractivo alguno para mí: busco una beldad desconocida; pero inocente y pura, el original de este retrato; y vuelvo á suplicarte, muy poderoso cuervo, que si á tan lo alcanza tu ciencia, me digas en dónde podré hallarla.»

La seriedad del príncipe desagradó al cuervo estantigua, el cual contestó con secatura: «Todo lo que pertenece á la juventud y á la belleza me es estraño: la vejez, la decrepitud es lo único que tiene atractivo para mí. Soy el heraldo del destino; desde lo alto de las chimeneas anuncio con mis graznidos los pronósticos de la muerte, y me agrada cernerme sobre el tejado del enfermo moribundo. Id pues, y buscad en otra parte quien os dé mas señas de vuestra bella desconocida.

– ¿Y en dónde buscarla sino entre los hijos de la sabiduría? Nací para reinar, y los astros que precedieron á mi nacimiento, me precisan á acometer una empresa misteriosa, de la que depende tal vez el destino de muchos imperios.»

Cuando el cuervo oyó hablar de imperios y destinos en que estaban interesadas las estrellas, cambió de tono, escuchó con oido atento la historia del príncipe, y cuando la hubo terminado, le dirigió con afabilidad estas palabras: «No puedo daros por mí mismo ninguna noticia; porque como ya os he dicho, frecuento muy poco los jardines y los retretes de las damas; pero dirigíos á Córdoba, y buscad la palma del grande Abderramen, que se halla en el patio principal de la mezquita. Al pie de este árbol hallareis un gran viagero que ha visitado todos los paises y todas las córtes: favorecido en todas partes por las reinas y las princesas, esta relacionado con todos los magnates del reino, y yo no dudo que podrá daros noticias del objeto de vuestras diligencias.

– Mil millones de gracias por tan precioso consejo, dijo el príncipe: adios, venerable brujo.

– Adios, peregrino de amor,» respondió el cuervo con tono seco, y se puso á calcular de nuevo sobre su diagrama.

Salió el príncipe de Sevilla, y se fue á buscar á su compañero el buho, que dormitaba todavía dentro de su árbol; despertóle, y tomaron ambos el camino de Córdoba, atravesando los bosques de naranjos y limoneros, que refrescan con su sombra las deliciosas márgenes del Guadalquivir. Llegados á las puertas de la ciudad, el buho levantó el vuelo, y se metió en una grieta de la muralla, y el príncipe se dirigió al momento á buscar la palma que plantára en los antiguos tiempos el grande Abderramen. Estaba en el patio de la mezquita, descollando por encima de los mas altos naranjos y cipreses; algunos dérvises y faquires, formaban diversos grupos sentados bajo los pórticos; y muchos devotos hacian sus abluciones en la fuente antes de entrar en la mezquita.

Al pie del árbol habia un numeroso concurso de gentes de todas clases, que segun parecia, estaban escuchando á una persona que hablaba con estraordinaria volubilidad. «Este es sin duda, dijo para sí el príncipe, el gran viagero que me dará noticias de mi princesa.» Mezclóse entre la multitud, y quedó sobremanera sorprendido al ver que el orador, en derredor del cual se reunia tan distinguido auditorio, era un papagayo de hermoso plumage verde, gesto remilgado y copete erguido, que tenia todas las trazas de un pájaro sumamente pagado de sí mismo.

«¿En qué consiste, dijo el príncipe á uno de los oyentes, que tantas personas de razon se estén divirtiendo con la parladuria de un pájaro de esta especie?

– Vos no sabeis de quién hablais, replicó el otro: este papagayo desciende del famoso loro de Persia, tan célebre por sus talentos en la adivinacion: tiene toda la ciencia del oriente en el pico de la lengua, y cita versos como agua. En todos los paises que ha recorrido le han mirado como un milagro de erudicion; con las mugeres, sobre todo, se ha adquirido un partido prodigioso; porque el bello sexo ha hecho siempre mucho caso de los papagayos que citan versos.

– Muy bien, dijo el príncipe, conozco que me habia equivocado, y en verdad que me holgaria de tener un rato de conversacion con tan distinguido viagero.»

Con efecto solicitó y obtuvo una entrevista privada, y empezó á esponer el objeto de su peregrinacion; mas apenas habia pronunciado algunas palabras, cuando soltó el loro una gran carcajada, y continuó riendo hasta llorar. «Perdonad, dije, mi loca alegria; pero el solo nombre de amor me hace descoyuntar de risa.» Mortificado el príncipe de tan intempestiva jovialidad, le replicó con tono grave: «¿Por ventura no es el amor el gran misterio de la naturaleza, el principio secreto de la vida, el vínculo universal de la simpatía?

– ¡Patarata! ¡Pura patarata! Decidme os ruego, ¿en dónde habeis aprendido esa gerigonza sentimental? Creedme, ya no es moda el amor, ni siquiera se habla ya de él entre las gentes de talento, ni en la buena sociedad.»

Suspiró el príncipe, acordándose del lenguage tan diferente de su amigo el palomo. «Mas este papagayo, discurria, ha pasado su vida en las córtes; blasona de elegante, y afecta ser un personage: seguramente no sabrá nada de amor; y como no queria provocar nuevas chufletas sobre el afecto que llenaba su corazon, se encaminó directamente al objeto de su visita.

«Dignaos decirme, ó incomparable papagayo; vos, para quien han estado abiertos los asilos mas reconditos de la belleza, ¿habeis tal vez encontrado en el discurso de vuestros viages el original de este retrato?»

Tomó el papagayo el retrato entre las garras, volvió á uno y otro lado la cabeza para observarle con ambos ojos, y esclamó en fin: «Ve aquí, por vida mia, una liada cara; sí, cierto, una cara lindísima. Mas como yo he visto en mis viages tantas mugeres hermosas, me seria muy difícil… pero no… aguardad… sí… ahora me acuerdo de estas facciones… no, no me engaño: esta es la princesa Aldegunda: ¿es posible que haya yo podido desconocer á una de mis mayores amigas?

– ¡La princesa Aldegunda! repitió el príncipe; ¿y en dónde la hallaremos?

– Cachaza, señor mio, cachaza; que mas fácil es hallarla que obtenerla. Esta princesa es la hija única del rey cristiano de Toledo, la cual, merced á ciertas predicciones de esos bellacos de astrólogos, debe vivir separada del mundo hasta cumplir los diez y siete años. Y yo creo que os ha de ser imposible el verla, porque ningun mortal puede llegarse al palacio en donde su padre la tiene encerrada. Yo he sido admitido á su presencia para divertirla, y os juro á fe de papagayo de mundo, que conozco mas de una princesa menos amable que ella.

– Hablemos en confianza, querido papagayo, dijo el príncipe: yo soy heredero de un reino; veo que sois un pájaro de talento y que conoceis el mundo; ayudadme pues á ganar el corazon de la princesa, y os prometo un puesto distinguido en mi córte.

– Lo acepto de todo corazon, dijo el papagayo; pero cuidado, que ha de ser un bocado sin hueso, porque nosotros los sábios tenemos horror al trabajo.»

Conviniéronse muy pronto en las condiciones, y saliendo inmediatamente de Córdoba llamó el príncipe al buho, le presentó al nuevo compañero de viage como un sábio concolega, y todos juntos tomaron la vuelta de Toledo. Caminaban con mucha mas lentitud de la que el impaciente Ahmed hubiera deseado; mas el papagayo, como acostumbrado á la vida de caballero, era poco amigo de madrugar; y el buho por otra parte queria echarse á dormir á la mitad de la jornada, y hacia perder mucho tiempo con sus largas siestas. Ademas su manía de anticuario, era un nuevo motivo de retardo; porque se empeñaba en detenerse en todas las ruinas á fin de esplorarlas, y poseía un caudal de largas historias de todos los monumentos antiguos del pais, que no dejaba de referir á poca ocasion que se presentase. Tenia el príncipe creido que este pájaro y el papagayo, como personas instruidas que uno y otro eran, habian de avenirse muy bien; pero se engañó completamente, porque lejos de observar semejante armonía, casi siempre se estaban picoteando. El uno era un filósofo, y el otro un elegante: el papagayo citaba versos, hacia observaciones críticas sobre algunas obras recientes, y abundaba en pequeñas advertencias sobre algunos puntos poco importantes de erudicion. El buho por su parte consideraba todo esto como cosa muy frívola, y decia abiertamente que solo estimaba la metafísica. Entonces se ponia el papagayo á cantar, y lanzaba epigramas y pullas picantes sobre la gravedad de su camarada, acompañándolas de una risa de satisfaccion sobremanera insultante. Miraba el buho estos procedimientos como otros tantos ultrages insoportables que se hacian á su autoridad; se engallaba, esponjaba el plumage con semblante desazonado, y permanecia silencioso todo el resto de la jornada.

 

El príncipe apenas notaba la poca conformidad que existia entre sus dos amigos; porque ocupado enteramente en las ilusiones de su fantasía y en la contemplacion del retrato de la hermosa princesa, no veía nada de lo que pasaba en su derredor. De este modo pasaron nuestros viageros la árida y salvage Sierra-Morena, y las agostadas llanuras de la Mancha y Castilla, siguiendo siempre las orillas del Tajo, que en su tortuoso curso baña la mitad de la España y de Portugal. Llegados en fin á una ciudad fortificada con torres y muros almenados, y edificada sobre una roca, que circundan con grande estrépito las aguas de aquel rio:

«Veis ahí, dijo el buho, la antigua y célebre ciudad de Toledo, tan famosa por sus antigüedades. Mirad esas cúpulas venerables, esas torres que aunque degradadas ya por el tiempo, tienen impresa la grandeza de los recuerdos históricos; esas torres en fin, en donde vivieron y meditaron tantos de mis antepasados.

– ¡Bah! dijo el papagayo interrumpiendo sin piedad al buho en medio de sus trasportes de anticuario, ¿y qué nos importan á nosotros todos esos vejestorios de torres arruinadas, ni las antiguas historias de vuestros abuelos? Otra cosa hay aquí que interesa mucho mas directamente á nuestro objeto. Ved ahí el asilo de la juventud y la belleza: ya en fin, ó príncipe, teneis delante de vuestros ojos la morada de la princesa que hace tanto tiempo buscais.»

Dirigió el príncipe la vista hácia el punto que indicaba el papagayo, y en el centro de una deliciosa pradera, situada á la orilla del Tajo, descubrió un suntuoso palacio que se levantaba por entre la frondosa arboleda de un amenísimo jardin: tal era el sitio que habia descrito el palomo como retiro del original del retrato. Contemplábale el príncipe con el corazon agitado de varios sentimientos. «Quizá en este momento, decia, estará la hermosa princesa solazándose con sus doncellas á la sombra de esos frondosos bosquecillos, ó tal vez recorrerá con paso ligero los elevados terraplenes, si no es que se halla reposando en lo interior de la magnífica morada.» Al examinar con atencion el edificio, observó Ahmed, no sin disgusto, que las tapias del jardin eran de una elevacion que imposibilitaba absolutamente el acceso; fuera de que estaban guardadas por centinelas bien armados.

Volvióse pues al papagayo, y le dijo: «Ó el mas perfecto de los pájaros, pues que la naturaleza te ha dotado con el dón de la palabra, ve al jardin, busca al ídolo de mi corazon, y dile que el príncipe Ahmed, peregrino de amor guiado por las estrellas, viene en su busca, y acaba de llegar á la florida ribera del Tajo.»

Lleno de vanidad el papagayo al verse honrado con semejante embajada, voló al jardin, se remontó por encima de sus altos muros, y cerniéndose por algunos instantes sobre los céspedes y bosquecillos, fue á posarse á la ventana de un pabellon, desde donde descubrió á la princesa medio recostada sobre un sofá, fijos los ojos en un papel, y bañadas de hermosas lágrimas sus cándidas megillas.

Despues de haber concertado con el pico todas las plumas de sus alas, recompuesto su verde trage y rizádose el copete, de un vuelo se puso con aire risueño al lado de la tierna doncella, y con el tono mas dulce que le fue posible tomar le dirigió estas palabras: «Enjuga tus lágrimas, ó la mas hechicera de las princesas, que vengo á traer consuelo á tu corazon.»

Asustóse la princesa al oir una voz tan cerca de ella; mas no viendo sino un pájaro verde que la saludaba batiendo las alas: «¡Ay! dijo, ¿qué consuelo puedes tú darme no siendo mas que un papagayo?»

Algo picado el loro con esta contestacion, respondió con cierta secatura: «Á mas de una bella consolé yo en mi tiempo; pero dejemos esto. Ahora vengo como embajador de un príncipe real. Sabe, ó princesa, que Ahmed Al Kamel, príncipe de Granada, acaba de llegar en busca tuya, y se halla en este momento en la florida ribera del Tajo.»

Á estas palabras brillaron los ojos de la princesa con mas fuego que los diamantes de su corona.

«¡Ó el mas amable de los papagayos, dijo, benditas sean las nuevas que me traes! La duda en que me hallaba acerca de la constancia del príncipe me tenia ya á la orilla del sepulcro. Vuelve al príncipe, y asegúrale que todas las palabras de su carta están grabadas en mi corazon, y que sus versos han sido el alimento de mi alma. Pero dile tambien que debe disponerse á probarme su amor con la fuerza de las armas; porque mañana mismo, en celebridad del decimoséptimo aniversario de mi nacimiento, celebrará mi padre un torneo: justarán en él muchos príncipes, y mi mano será el premio del vencedor.»

Levantó el papagayo el vuelo, se remontó sobre los árboles del jardin, y salvando el recinto del palacio, llegó en un momento adonde estaba Ahmed. No es posible describir el júbilo de este: habia hallado el original de la imágen que hacia tanto tiempo adoraba, y le habia hallado fiel y sensible. Los mortales favorecidos que han logrado como él la dicha de ver cumplidos sus dulces delirios y trocarse la sombra en realidad, son los únicos que pueden formarse una idea de su delicioso enagenamiento. Con todo no dejaba este de hallarse mezclado con alguna inquietud: aquel torneo, aquellos caballeros que se disponian á disputarle la posesion del objeto amado, no le permitian entregarse enteramente á la alegria. El clarin guerrero llenaba ya con su marcial sonido las frondosas riberas del Tajo, y por do quiera se encontraban paladines que acudian á las fiestas de Toledo, seguidos de numerosas y brillantes comitivas.

La misma estrella que precediera al destino de Ahmed habia influido en el de la princesa, la cual para precaverse de los males que el amor podia ocasionarle, debia permanecer encerrada en el solitario palacio hasta haber cumplido diez y siete años. Sin embargo, como su mismo retiro habia acrecentado la fama de sus gracias, se disputaban su mano muchos príncipes; y el rey de Toledo su padre, monarca señalado por su prudencia, para no atraerse enemigos si se inclinaba á uno ú otro de los pretendientes, confió la eleccion de un yerno á la suerte de las armas. Entre los que aspiraban al prez de la victoria habia muchos célebres ya por su fuerza y bravura; al paso que el desventurado Ahmed se veía desprovisto de armas, y sin ninguna idea de los egercicios de la caballería ¡Qué situacion tan triste la suya!

«¡Cuánta es mi desgracia, decia, en haber sido educado en el retiro y bajo la direccion de un filósofo! ¿De qué sirven el álgebra ni la filosofía para los negocios de amor? ¡Ah Eben Bonabben! ¿Por qué te olvidaste de instruirme en el manejo de las armas?»

En esto rompió el silencio el buho, y como buen musulman que era, empezó su discurso por una invocacion piadosa.

«¡Allah akbar! ¡Dios es grande! Las cosas mas recónditas están en sus manos. ¡Él solo gobierna el destino de los príncipes! Sabe, ó Ahmed, que toda esta comarca está llena de misterios, conocidos únicamente de un corto número de eruditos, que se han dedicado como yo á las ciencias ocultas. En uno de los montes vecinos se halla una caverna profunda; en el centro de esta caverna hay una mesa de hierro, sobre esta mesa están unas armas encantadas, y junto á ellas se ve un hermoso caballo, igualmente encantado, todo lo cual ha permanecido oculto por espacio de muchos siglos.»

Quedó el príncipe sobrecogido de admiracion; y el buho abriendo y guiñando alternativamente sus grandes y redondos ojos, y enhestando los cuernos, continuó así:

«Hace muchos años vine yo acompañando á mi padre en un viage que hizo por este pais para visitar sus posesiones; y como fijamos nuestra habitacion en la caverna de que os hablo, tuve proporcion de conocer los misterios que encierra. Segun una tradicion de nuestra familia, que me refirió mi abuelo siendo yo muy niño, dichas armas pertenecian á un mágico moro, el cual habiéndose refugiado en la caverna cuando los cristianos tomaron á Toledo, murió en ella, y dejó su caballo y armadura bajo el influjo de un encanto, que no permitia pudiesen servir á otro que un musulman; y aun á este solo desde el amanecer hasta el medio dia. Pero cualquiera que haga uso de ellas en este intervalo, está seguro de triunfar de todos sus enemigos.

– ¡Basta! esclamó el príncipe, busquemos al momento esa caverna.»

Guiado por su sábio Mentor halló Ahmed la caverna, que era una de aquellas guaridas salvages que se encuentran en medio de los escarpados montes de Toledo; y á la verdad, solo el ojo de un anticuario ó de un buho pudiera descubrir la entrada. Una lámpara sepulcral, en donde ardia sin consumirse un aceite odorífero, bañaba de pálida luz aquel misterioso retiro. Sobre una mesa, colocada en el centro de la gruta, yacia la armadura encantada, y á su lado se veía el corcel árabe enjaezado como para el combate, pero inmoble como una estátua. Las armas estaban tan tersas y brillantes como cuando salieron de las manos del artífice; el caballo fresco y lozano como si acabase de pacer en el campo; y en el momento en que Ahmed le dió una palmada en el cuello, empezó á herir la tierra con la mano, y dió un relincho de alegria que estremeció toda la caverna. Provisto de armas y caballo, ya no sintió el príncipe otro afecto que la impaciencia de entrar en liza con sus rivales.

Llegó en fin el dia fatal. El palenque para el torneo se dispuso en la vega ó llanura que se estiende al pie de las murallas de Toledo; y á su rededor se levantaron anfiteatros y galerías para los espectadores, cubriéndolos de ricas tapicerías y toldos de seda que los defendian de los rayos del sol. Ocupaban las galerías todas las hermosas del contorno; y veíanse al pie de ellas mil bizarros caballeros, que se paseaban por el circo con gentil continente, cubiertos de ricas armas y capacetes, en donde flotaban vistosos penachos de plumas. Pero todas las bellezas quedaron eclipsadas cuando apareció en el pabellon real la princesa Aldegunda, mostrándose por primera vez á los ojos de una multitud de admiradores: en todas las gradas, en todos los pabellones, en todo el campo se levantó al momento un murmullo de placer y sorpresa; y los príncipes, que solo aspiraban á su mano atraidos por la nombradía de su belleza, sintieron que se redoblaba estraordinariamente su ansia de combatir.

Mas la princesa se mostraba inquieta, y ora pálida, ora con el color encendido, tendia la vista por la multitud, y sus miradas indicaban temor y disgusto. Ya los clarines iban á dar la señal para el primer combate, cuando anunció un heraldo la llegada de un caballero estrangero, y entró en la liza el príncipe Ahmed. Llevaba sobre el turbante un almete de acero, guarnecido de piedras preciosas; la coraza era dorada; la cimitarra y el puñal, fabricados en Fez, centelleaban rebutidos de diamantes; embrazaba un escudo redondo, y llevaba la lanza encantada. El caparazon del caballo árabe estaba ricamente bordado y colgaba hasta el suelo, y el fogoso bruto hacia graciosas corbetas, arrojaba humo por las narices, y daba alegres relinchos al verse de nuevo en un campo de batalla. El noble ademan y gallardo talle del príncipe Ahmed cautivaron la atencion general; y cuando fue anunciado bajo el nombre del Peregrino de amor, todas las damas de las galerías esperimentaron una agitacion estraordinaria.

Entre tanto, al presentarse Ahmed para entrar en la liza, le fue cerrada la barrera; porque para ser admitido al combate era indispensable ser príncipe. Declaró su nombre y su rango; pero fue mucho peor, porque siendo mahometano no podia tomar parte en un torneo, cuyo premio era la mano de una princesa cristiana.

 

Rodeáronle con ademan altivo y amenazador los príncipes sus competidores; y uno de ellos, notable por sus insolentes maneras y talla hercúlea, quiso poner en ridículo el tierno renombre de peregrino de amor. Ofendido el príncipe desafió lleno de furia á su rival: volvieron las riendas, tomaron campo y corrieron impetuosos á encontrarse; mas al primer bote de la lanza mágica, el indiscreto bufon, á pesar de su enorme estatura y fuerza prodigiosa, saltó de la silla. Hubiera querido Ahmed detenerse aquí, mas las habia con un caballo endemoniado y con unas armas encantadas, que nada era capaz de contener una vez puestas en accion. El corcel se lanzó sobre el grupo mas cerrado, y la lanza se llevaba por delante todo lo que encontraba. El amable y pacífico príncipe, hendiendo con violencia por entre la asombrada multitud, y cubriendo la arena de caballeros vencidos, sin distincion de clases, de valor ó de destreza, se lastimaba él mismo de sus involuntarias hazañas. Pateaba el rey de corage, y al ver tan mal parados á sus vasallos y á sus huéspedes, mandó á los guardias que se apoderasen del que así se atrevia á ultrajarle; mas los guardias quedaban fuera de combate luego que se acercaban al príncipe. Mesábase el rey su larga barba, y tomando el escudo y la lanza, saltó él mismo á la arena para imponer al estrangero con la magestad real. Mas en aquel momento llegaba el sol al meridiano: el encanto recobraba su influjo, y el caballo árabe se lanzó en la llanura, saltó la barrera, se arrojó en el Tajo, rompió nadando sus espumosas olas, y llevó al príncipe sin aliento y desesperado á la caverna mágica. Sobrado feliz Ahmed al apearse sano y salvo del diabólico bridon, volvió á dejar las armas y se sometió á los nuevos decretos del destino. Sentado en la gruta reflexionaba sobre las desgracias que aquel caballo y aquellas armas le habian atraido. ¿Cómo habia de atreverse á presentarse en Toledo despues de haber llenado de vergüenza á sus caballeros de un modo tan ignominioso? ¿Qué dirian, señaladamente la princesa, de una conducta tan insultante y grosera? Lleno de ansiedad envió á caza de noticias á sus dos confidentes alados. El papagayo corrió todas las encrucijadas y plazas públicas de Toledo, y volvió muy pronto con abundante provision de chismes. Toda la ciudad estaba consternada: á la princesa se la habian llevado sin sentido del pabellon; el torneo se habia concluido con el mayor desórden; todos hablaban de la repentina aparicion, de las prodigiosas hazañas, y de la desaparicion todavía mas prodigiosa del caballero musulman: quién decia que era sin duda algun moro mágico; quién opinaba que no podia ser otro sino un demonio en figura humana; al paso que muchos, recordando las tradiciones de los guerreros que permanecian encantados en las cavernas de los montes, suponian que podia ser alguno de ellos que hubiese hecho esta irupcion desde el centro de su guarida. Por lo demas todos convenian en que un simple mortal no hubiera podido egecutar aquellos hechos estraordinarios, ni arrancar tan fácilmente de las sillas á la flor de los caballeros cristianos.

Luego que cerró la noche salió tambien el buho á dar su vuelta, y á favor de la oscuridad corrió todo el pueblo, posándose en los tejados y en las chimeneas. Dirigió en fin el vuelo al palacio real, construido en la cumbre del monte de Toledo, recorrió los terraplenes y las almenas; y husmeando por todos los rincones, y aplicando sus espantados ojos á todas las ventanas en donde distinguia luz; hizo tambien desmayar de miedo á dos ó tres doncellas de la princesa, y continuó sus investigaciones hasta el amanecer, á cuya hora se fue á buscar al príncipe, y le participó todo lo que habia descubierto en su espedicion.

«Volando, le dijo, por delante de una de las torres mas elevadas del palacio, descubrí desde una ventana á la hermosa princesa, que tendida en su lecho y rodeada de médicos y de mugeres, no queria tomar nada de lo que la daban para aliviarla. Cuando se salieron, ví que sacaba de su seno una carta, la leía la besaba y prorrumpia en amargos lamentos, de que yo, como filósofo, no hice ningun caso.»

El tierno corazon de Ahmed quedó oprimido bajo el peso de tan tristes noticias: «Tú tenias razon, esclamaba, sábio Eben Bonabben; la tristeza, los cuidados, dias de tribulacion y noches de vigilia son el patrimonio de los amantes: ¡Allah preserve á la princesa del funesto influjo de este amor, que tanto deseé conocer en mi delirio!»

Las nuevas noticias que el príncipe recibió de Toledo confirmaron la relacion del buho: toda la ciudad estaba consternada; habian encerrado á la princesa en la torre mas alta del palacio, y guardábanse con la mayor vigilancia todas las avenidas. Entre tanto se habia apoderado de ella una melancolía profunda, cuya causa no podia nadie penetrar: negábase á tomar alimento, y cerraba los oidos á todo consuelo. En vano habian ensayado los médicos mas hábiles todos los recursos del arte, en términos que al fin llegó á creerse que estaba bajo el dominio de algun sortilegio. En situacion tan lastimera mandó el rey publicar por todo el reino, que cualquiera que lograse curar á la princesa, recibiria en premio la joya mas rica de su tesoro.

Cuando oyó el buho esta noticia desde un rincon de la caverna en donde estaba dormitando, volvió alternativamente sus grandes ojos á uno y otro lado, y tomando un aspecto mas misterioso que nunca:

«¡Allah akbar! dijo, dichoso el que pueda efectuar esta curacion, si sabe únicamente cuál de las joyas de la corona debe elegir.

– ¿Y qué idea es la vuestra, ó venerable buho? preguntó el príncipe.

– Estadme atento, ó príncipe, y vereis el término adonde se dirige lo que acabo de deciros. Nosotros los buhos formamos, como ya sabeis, un cuerpo sábio, dedicado principalmente á investigaciones oscuras y polvorientas: pues ahora bien: en mi última escursion nocturna á las torres y chapiteles de Toledo, descubrí una academia de buhos anticuarios, que celebra sus sesiones en la gran torre, donde se halla depositado el tesoro real. Reunidos allí aquellos sábios, disertan largamente acerca de las formas, inscripciones y objetos de las antiguas alhajas, y vasos de oro y plata que se hallan amontonados en aquella pieza; sobre los usos de los diferentes pueblos y edades; pero lo que principalmente los ocupa, son ciertas antiguallas y talismanes que se conservan allí desde el tiempo del rey godo D. Rodrigo. Entre estos últimos objetos existe un cofre de madera de sándalo, precintado con barras de hierro á la manera oriental, y cubierto de caracteres misteriosos, conocidos únicamente por algunas personas doctas. Este cofre y su inscripcion han sido el objeto de muchas sesiones de la academia, y ocasionado grandes debates entre sus miembros; y en el momento de mi visita, puesto á una esquina del cofre un buho muy viejo que acababa de llegar de Egipto, estaba leyendo las palabras escritas sobre la cubierta; y ateniéndose á su sentido, probó que el cofre contenia la alfombra de seda que cubria el trono del sábio Salomon: cuya alhaja debieron de traer á Toledo los judíos que se refugiaron aquí cuando la pérdida de Jerusalen.»