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Cuentos de la Alhambra

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Historia del príncipe Ahmed Al Kamel, ó el peregrino de amor

Antiguamente habia en Granada un rey, que solo tenia un hijo, llamado Ahmed, á quien los cortesanos, á causa de los signos indubitables de superioridad que notaron en él desde su tierna infancia, le dieron el sobrenombre de Al Kamel, que quiere decir El Perfecto. Las predicciones de los astrólogos se conformaban bastante con esta lisonja, pues habian leido en los astros que el príncipe seria el mas perfecto y dichoso de los soberanos. Una sola nube amenazaba su destino, y aun en esta se distinguia cierto color purpúreo que la hermoseaba: habíale dotado naturaleza de una propension irresistible al amor, y esta pasion le habia de hacer correr grandes riesgos. Con todo, si se conseguia libertarle de sus ataques hasta la edad madura, se desvanecerian estos peligros, y su vida ofreceria una serie no interrumpida de prosperidades.

Confiado el rey en los consejos de los astrólogos, adoptó la sábia resolucion de hacer educar al príncipe en un retiro absoluto, en donde no pudiese ver un rostro femenil, ni llegase á sus oidos el solo nombre de amor. Can esta mira hizo construir en la colina que domina la Alhambra un palacio suntuoso, y le rodeó de deliciosos jardines, cercados de murallas altísimas, que son los mismos que conocemos al presente con el nombre de Generalife.

En este retiro fue encerrado el jóven Ahmed Al Kamel, bajo la tutela de Eben Bonabben, filósofo árabe de saber profundo; pero de carácter severo é insensible. Habia este pasado la mayor parte de su vida en Egipto, ocupado en el estudio de los geroglíficos, y en hacer investigaciones científicas en los sepulcros y en las pirámides; y de ahí es que á sus ojos tenia mucho mas atractivo una momia egipcia, que la belleza viviente mas seductora. Confióse pues á tan digno preceptor la educacion del príncipe, previniéndole le instruyese en toda clase de conocimientos, escepto uno solo: debia ignorar completamente todo lo relativo al amor.

«Emplead, le dijo el rey, cuantas precauciones creais necesarias para conseguir este objeto; y tened presente, ó Eben Bonabben, que si mi hijo llega á adquirir la menor noticia de este objeto vedado, pagareis con la cabeza esta trasgresion á mis órdenes.»

Una sonrisa forzada conmovió el descarnado rostro del sábio Bonabben al oir esta amenaza. «Tan seguro podeis estar vos de vuestro hijo como yo de mi cabeza. ¿Creeis que un hombre como yo habia de ir á dar al príncipe lecciones de amor?»

Bajo la vigilante custodia del filósofo fue creciendo el príncipe, prisionero en aquellos jardines y palacio. Servíanle esclavos negros y mudos, de figura horrible, que ó no tenian ninguna noticia del amor, ó carecian de palabras para comunicarlas. Eben Bonabben trabajaba con teson en formar el entendimiento de su alumno, enriqueciéndole con toda suerte de conocimientos, y señaladamente con las ciencias abstractas de los egipcios; mas el príncipe hacia muy pocos progresos en estas últimas, y su Mentor se convenció muy pronto de que no se hallaba en él ninguna aptitud para la metafísica. Sin embargo, tenia une docilidad estraordinaria en un príncipe, y estaba siempre pronto á seguir las opiniones de los demas, dejándose guiar por el último que le aconsejaba: tanto que resistiendo con no pequeño esfuerzo los ataques del sueño, escuchaba con una paciencia verdaderamente egemplar los doctos y perdurables discursos de Bonabben, que dejaron en su espíritu una idea ligera de casi todas las ciencias. De este modo llegó felizmente Ahmed á los veinte años de su edad; mas aunque podia pasar por un prodigio de saber, ignoraba absolutamente lo que era amor.

Por este tiempo se cambiaron las costumbres del príncipe: abandonó de todo punto los estudios, y pasaba los dias vagando por los jardines, ó sentado á la orilla de una fuente, abismado en profundas cavilaciones. Habíanle enseñado algunos principios de música, y empleaba una parte del dia en cultivar este arte, manifestando al mismo tiempo una aficion naciente á la poesía. Estos caprichos sobresaltaron al sábio Eben Bonabben, el cual trató de desvanecerlos por medio de un curso de álgebra; mas el príncipe tenia horror á todo lo que era cálculo: «No puedo soportar el estudio del álgebra, dijo; necesito alguna cosa que hable á mi corazon.

– ¡Medrados estamos! dijo para sí el sábio preceptor, meneando la despoblada cabeza. ¡Adios filosofía! el príncipe ha descubierto que hay corazon.» Desde entonces dobló la vigilancia con que celaba todos los pasos y acciones de su alumno, y no tardó en conocer que su propension natural á la terneza se habia ya desarrollado, y solo necesitaba un objeto para acabar de manifestarse. Veíasele con frecuencia discurriendo sin direccion por los jardines embebecido en una especie de enagenamiento, cuya causa ignoraba él mismo: algunas veces parecia hallarse sumergido en una ilusion deliciosa; otras tomaba un laud, y pulsándole con blandura, le hacia producir los sonidos mas tiernos, tras lo cual solia arrojarle con despecho lejos de sí, suspirando y prorumpiendo en esclamaciones apasionadas.

Esta disposicion al amor la manifestaba hasta con los objetos inanimados: tenia algunas flores favoritas, á las que prodigaba las atenciones mas asiduas; tomó cariño á muchos árboles, y uno en particular le inspiró la mas viva pasion por su graciosa forma y delicado ramage, que se inclinaba al suelo blandamente. Esculpia su nombre en la corteza, adornaba sus ramas con guirnaldas, y acompañándose con el laud, cantaba coplas en su alabanza.

El sábio Eben Bonabben entró en graves temores al observar en su alumno estos síntomas de escitacion: veíale al umbral de la ciencia vedada, el menor indicio bastaba ya para descubrirle el secreto fatal. Temblando pues por la seguridad del príncipe y por su propia cabeza, se apresuró á alejarle de las seducciones del jardin, y con este objeto le confinó en la torre mas alta del Generalife. Contenia esta magníficas habitaciones, desde donde descubria la vista un horizonte inmenso; pero su elevacion la separaba de aquella atmósfera embalsamada, de aquellos bosquecillos risueños, tan peligrosos para el sobrado sensible Ahmed.

Mas era necesario conciliar al príncipe con esta medida violenta, y procurarle alguna distraccion que le hiciese mas llevadera su soledad. Habia ya apurado todos los estudios amenos, y no podia hablársele de álgebra ni de nada que se le pareciese; mas por fortuna Eben Bonabben se acordó de que en otro tiempo habia aprendido en Egipto la lengua de los pájaros, la cual le enseñára un rabino judío, que la habia heredado directamente del sábio Salomon. Al solo nombre de esta ciencia brillaron de alegria los ojos del príncipe, el cual se aplicó á su estudio con tal teson, que en poco tiempo se halló tan versado en ella como su mismo maestro.

La torre del Generalife dejó desde entonces de ser una soledad para Ahmed, pues este tenia á toda hora con quien hablar. Su primer conocimiento de vecindad fue el de un gavilan, que tenia su guarida en una hendidura de las almenas, desde cuya elevacion se lanzaba sobre la presa que á lo lejos descubria. Mas el príncipe halló poco agradable la amistad de este pájaro: verdadero pirata del aire, su conversacion se componia únicamente de fanfarronadas sobre sus rapiñas, su valor y sus hazañas.

Mas adelante se relacionó Ahmed con un buho de aspecto grave y presumido, cabeza voluminosa y ojos redondos y espantados. Este pasaba todo el dia dormitando en un agujero de la muralla, de donde no salia hasta la noche: picábase de sábio; de cuando en cuando dejaba escapar algunas voces campanudas sobre la astrología; hablaba de la luna, y daba á entender que no era del todo estraño á las ciencias ocultas; mas estaba furiosamente apasionado á la metafísica, y sus disertaciones eran aun mas intolerables que las del sábio Eben Bonabben.

Algunas veces tambien solia el príncipe comunicar con un murciélago, que pasaba el dia pegado á la pared en un rincon oscuro de la bóveda, y solo salia al anochecer para dar algunos paseos, por decirlo así, con chinelas y gorro de dormir. Esta ave no tenia tampoco sino ideas superficiales de todo, se mofaba de las cosas que ignoraba, ó de que solo habia adquirido conocimientos imperfectos, y no hallaba placer en nada.

Completaba la plumífera sociedad una golondrina, con quien el príncipe trabó al principio estrechas relaciones: era una habladora eterna, pero muy picotera y quisquillosa; y como nunca paraba en un punto, se hacia imposible tener con ella una conversacion seguida.

Tales eran los únicos compañeros con quienes podia el príncipe egercitar la nueva ciencia, que habia adquirido; porque la torre estaba demasiado elevada para que pudiesen frecuentarla otras aves. Cansóse pronto de sus nuevos conocimientos, cuya conversacion, poco interesante para su espíritu, no decia nada á su corazon, y poco á poco volvió á caer en su primera melancolía. Pasó el invierno, y volvió la primavera con su séquito de flores y verdura, y su dulce y balsámico aliento; llegó el tiempo dichoso en que las aves vuelan de dos en dos á labrar sus nidos en la enramada. De repente, cual si correspondieran á una señal convenida, se levantó de las florestas del Generalife un concierto de dulce melodía, y llegó hasta los oidos del príncipe en la elevada soledad de su torre. Todas las voces cantaban el mismo tema: Amor, amor, amor: esto era lo que se oía proferir en todos los tonos. Escuchaba el príncipe en silencio perplejo y sobresaltado: «¿Qué será este amor, discurria, que parece ocupar al mundo entero, al paso que á mí me es absolutamente desconocido?» Quiso tomar algunas noticias por medio de su amigo el gavilan; mas este bribon le respondió con tono de burla: «Dirigíos á las pacíficas y vulgares aves de la tierra, destinadas á servirnos de pasto á nosotros los príncipes del aire; ellas podrán satisfacer vuestras preguntas: por lo que á mí hace, no conozco mas oficio que la guerra, ni otras delicias que los combates; en una palabra, soy un guerrero é ignoro de todo punto lo que es amor.»

 

El príncipe se apartó de él disgustado, y se fue á buscar al buho que estaba escondido en su retiro. «Este, decia, es un pájaro sensato y reflexivo, que sin duda podrá darme las noticias que necesito.» Con efecto, suplicó al buho que le dijese qué venia á ser el amor que cantaban en aquel momento todas las aves de las florestas inmediatas á la torre.

Á esta pregunta se manifestó el buho sorprendido é incomodado. «Mis noches, contestó con cierto aire de dignidad ofendida, están consagradas á las investigaciones científicas, y mis dias á rumiar en mi retiro todas las especies que he recogido en mis viages. Por lo que hace á esas aves vocingleras de que me hablais, jamas me he cuidado de escucharlas; porque las desprecio á ellas y á los objetos de sus necias canciones. Yo no canto, loado sea Allah; soy un filósofo é ignoro de todo punto lo que es amor.»

Oida esta respuesta, se trasladó el príncipe al rincon, en donde su amigo el murciélago estaba colgado de las patas, y despertándole, le dirigió la misma pregunta. El murciélago, frunciendo el hocico, puso un gesto el mas ceñudo y emperrado, y le respondió regañando. «¿Á qué venís ahora á interrumpir de este modo mi sueño de la mañana para hacerme una pregunta necia? Yo no salgo sino al anochecer cuando se hallan durmiendo todas las demas aves, y nunca me mezclo en sus negocios. Á Dios gracias, no pertenezco á las aves ni á los cuadrúpedos; he descubierto los vicios de unos y otros, y los aborrezco á todos igualmente. En una palabra, soy misantropo é ignoro de todo punto lo que es amor.»

En último recurso acudió el príncipe á la golondrina, y la detuvo á la que pasaba en uno de sus círculos por lo mas elevado de la torre.

La golondrina, segun su costumbre, andaba muy atrafagada, y apenas se detuvo el tiempo preciso para contestar: «Os aseguro sobre mi palabra, le dijo, que como tengo que acudir á tantas cosas de interes general, no me he detenido jamas á pensar en el objeto de que me hablais. Todos los dias tengo cien visitas que hacer, y otros tantos negocios importantes que examinar, los cuales no me dejan tiempo para ocuparme en los frívolos objetos de las canciones que se oyen en derredor de los nidos. En una palabra, soy cosmopolita é ignoro de todo punto lo que es amor.»

Quedó Ahmed en la misma duda, y su curiosidad se aumentó todavía con la dificultad de satisfacerla. Hallándose un dia discurriendo sobre este objeto misterioso, entró en la torre su anciano preceptor, y viéndole el príncipe corrió luego á su encuentro, y le dijo con el mayor interes: «¡Ó sábio Eben Bonabben! tú me has revelado una gran parte de la sabiduría de la tierra; mas hay una cosa que ignoro absolutamente, y en la que tengo vivos deseos de instruirme.

– Diríjame mi príncipe las cuestiones que quiera, y toda la inteligencia de su siervo está á sus órdenes.

– Dime pues, ó el mas profundo de los filósofos, ¿cuál es la naturaleza de esa cosa que se llama amor?»

El sábio Eben Bonabben quedó tan asombrado como si hubiese caido un rayo á sus pies; tembló, perdió el color, y le pareció que la cabeza le bamboleaba ya sobre los hombros.

«¿Y quién ha podido sugerir á mi príncipe semejante pregunta? ¿En dónde ha aprendido esa palabra vana?»

El príncipe, llevando á su preceptor á la ventana: «Escucha, le dijo, Eben Bonabben.» Escuchó el sábio, y oyó el dulce canto de un ruiseñor, que escondido en un bosquecillo que estaba al pie de la torre, dirigia tiernas querellas á su amada: de todos los rosales, de todas las ramas floridas salian trinos melodiosos, que espresaban el mismo pensamiento: Amor, amor, amor, era el tema de todos los cantos.

«¡Allah akbar! ¡Dios es grande! esclamó el sábio Bonabben; ¿quién será osado á ocultar al hombre este secreto, cuando las mismas aves del aire conspiran á revelárselo?»

Entonces volviéndose á Ahmed: «¡Ó príncipe mio! le dijo juntando las manos, cierra los oidos á esos cantos peligrosos; huye de tan nocivo conocimiento. Sabe que la mitad de los males que afligen á la humanidad no reconocen otra causa que ese funesto amor: él es el que fomenta la discordia y el rencor entre los hermanos y los amigos; él enciende la guerra, él escita á la traicion. Los cuidados, la tristeza, los dias inquietos, las noches sin sueño; he aquí sus efectos. Marchita la flor, destruye la alegria de la juventud, y lleva consigo los males y los pesares de una vejez prematura. Consérvete Allah, ó príncipe mio, en la feliz y total ignorancia de esa cosa que se llama amor.»

Dichas estas palabras se salió el sábio Bonabben, dejando al príncipe en una perplejidad mas profunda aun que la que le mortificaba antes de hablarle. En vano procuraba separar de su imaginacion este objeto que absorvia todas sus ideas: á pesar suyo le ocupaba continuamente, y su espíritu se fatigaba y se perdia en vanas congeturas. «Seguramente, decia prestando oidos á las dulces canciones de las aves, estos acentos no tienen nada de tristes, y antes bien, parece que solo espresan placer y ternura. Si el amor causa tantas desgracias y enemistades, ¿en qué consiste que estas aves no están todas gimiendo en la soledad, ó bien despedazándose unas á otras, en vez de revolotear alegremente por las selvas, y juguetear bulliciosas entre las flores?»

Cierta mañana, tendido blandamente en su lecho, discurria entre sí sobre este misterio inesplicable. Abierta la ventana, penetraba por ella el fresco vientecillo, que despues de empaparse en el suave aroma de los azahares que florecen á la orilla del Darro, subia á recrear los sentidos del príncipe; oíase á lo lejos la voz del ruiseñor que repetia su tema acostumbrado, y cuando el príncipe le escuchaba suspirando, oyó cerca de sí el ruido de las alas de un ave. Perseguido por el gavilan un hermoso palomo, se entró en su aposento y cayó palpitando en el suelo; y el gavilan, viéndose privado de la presa, dirigió el vuelo hácia los montes.

Levantó el príncipe al pobre palomo que estaba medio muerto, le besó y le abrigó en su seno. Luego que lo hubo tranquilizado con sus caricias, le puso en una jaula de oro, y le presentó con sus propias manos trigo del mas puro y agua cristalina. El ave sin embargo se negaba á tomar alimento, y permanecia con la cabeza caida, lamentándose con tono lastimero.

«¿De qué te afliges? decia Ahmed, ¿no tienes todo lo que puede desear tu corazon?

– ¡Ah! no, replicó el palomo; ¿por ventura no estoy separado de mi amada compañera, y precisamente en la época feliz de la primavera, en la estacion hermosa de los amores?

– ¡De los amores! replicó Ahmed, ¡ah! yo te lo suplico, ave graciosa, ¿podrias decirme lo que es amor?

– ¡Ay príncipe mio! ¡Demasiado! El amor hace el tormento de uno, la felicidad de dos, y se convierte en una fuente de enemistades y desgracias si llegan á ser tres. Es un encanto poderoso que atrae mútuamente á dos séres, y los une con la mas dulce simpatía; los hace dichosos si están unidos; pero muy dignos de lástima cuando se hallan separados. Mas ¿acaso no existe ningun sér con quien os haya unido un afecto tierno?

– Sí, yo amo á mi anciano preceptor Eben Bonabben mas que á ningun otro sér conocido; pero sin embargo suele parecerme fastidioso, y algunas veces me creo mas feliz en su ausencia que en su compañía.

– No trato yo de esa clase de afecto: hablo del amor, del gran misterio y principio de la vida, de la felicidad inefable de la juventud y delicia tranquila de la edad madura. Mira en torno de tí, príncipe mio, y verás como todo respira amor en esta deliciosa estacion: de cuantas criaturas existen, no hay una que no tenga su compañera; el mas pequeño pajarillo canta para agradar á su amada; el insecto, que apenas se distingue sobre la yerba, busca tambien á su querida, y esas mariposas que suben volando hasta por encima de la torre, y vagan jugueteando por el aire, son felices por su mútua ternura. ¡Ah príncipe mio! ¿será posible que hayas perdido los dias mas preciosos de tu juventud sin conocer el amor? ¿Ningun sér de sexo diferente, ninguna hermosa princesa, ninguna jóven agraciada ha cautivado tu corazon, y hecho nacer en tu seno una dulce inquietud, un conjunto agradable de penas y deseos?

– Ya empiezo á comprenderte, dijo el príncipe suspirando; mas de una vez he esperimentado una inquietud semejante á la que me dices sin adivinar la causa. Mas reducido á esta espantosa soledad, ¿dónde podré hallar un objeto tal como tú le pintas?»

La conversacion continuó aun por algun tiempo sobre el mismo objeto, y la primera leccion que recibió el príncipe fue completa.

«¡Ay! esclamó despues, si el amor es una felicidad tan grande, y tanta pena causa la ausencia del objeto amado, ¡no permita Allah que yo turbe la alegria de dos amantes!»

Dicho esto abrió la jaula, sacó el palomo y le dejó sobre la ventana. «Ve, dijo, ave dichosa, goza con la amada de tu corazon los hermosos dias de la juventud y la deliciosa estacion de la primavera. ¿Con qué razon habia yo de retenerte en este triste encierro, adonde jamas podrá penetrar el amor?»

Batió el ave las alas en señal de contento, formó un círculo en el aire, y voló como una flecha hácia los floridos bosquecillos del Darro.

Siguióla Ahmed con los ojos hasta perderla de vista, y quedó sumergido en la mas profunda tristeza. El canto de las aves que tanto le complacia pocos momentos antes, redoblaba ahora sus penas ¡Amor, amor, amor! ¡Ah pobre jóven! Entonces conoció el significado de este tema tan repetido.

La primera vez que vió al sábio Bonabben despues de esta conversacion, le dirigió una mirada de resentimiento. «¿Por qué me has dejado en tan crasa ignorancia? le dijo encolerizado. ¿Por qué me ha de ser desconocido el gran misterio, el principio de la vida que está al alcance del mas humilde insecto? La naturaleza entera se entrega en este momento á los mas dulces placeres; todas las criaturas se gozan con una compañera, y ve ahí precisamente ese amor que yo queria conocer. ¿Por qué he de ser yo el único que se halle privado de sus delicias? ¿Por qué he de haber pasado los dias mas floridos de mi juventud, sin conocer la felicidad que puede proporcionar?»

El sábio Bonabben conoció sobradamente que ya era inútil toda reserva, puesto que el príncipe habia adquirido la ciencia prohibida. Le reveló pues las predicciones de los astrólogos; y le enteró de las precauciones que se habian tomado en su educacion para conjurar la tempestad que le amenazaba.

«Ahora, príncipe mio, añadió, teneis mi vida en vuestras manos. Si el rey vuestro padre llega á entender que bajo mi vigilancia habeis aprendido lo que es amor, perezco sin remedio; porque respondí con mi cabeza de vuestra completa ignorancia en esta materia.»

Era el príncipe mas razonable de lo que pudiera esperarse de un jóven de su edad, y así escuchó las reflexiones de su preceptor con tanta mayor deferencia, cuanto que nada le hablaba contra ellas. Por otra parte Ahmed profesaba un verdadero afecto al sábio Bonabben, y como solo conocia la teórica del amor, consintió fácilmente en encerrar en su seno todas las noticias que sobre este objeto acababa de adquirir, antes que poner en peligro la cabeza del filósofo.

Su discrecion empero tuvo que sufrir muy pronto una prueba mas fuerte. Algunos dias despues, hallándose engolfado en tristes imaginaciones junto á las almenas de la torre, apareció en los aires el palomo á quien habia restituido la libertad, y abatiendo el vuelo, se le puso sobre el hombro con singular familiaridad.

Cogióle el príncipe, y estrechándole contra su corazon: «¡Ave dichosa, esclamó, que puedes volar con la rapidez de la luz de la mañana de un estremo á otro de la tierra! ¿Qué pais has visitado despues que no nos hemos visto?

– Vengo, ó príncipe, de una region muy distante; y en recompensa de la libertad que os debo, os traigo las mas alegres nuevas. En mi remontado vuelo puedo cernerme sobre una altura prodigiosa, y dominar una estension inmensa de pais. Cierto dia pues descubrí bajo de mí un jardin delicioso, lleno de toda suerte de frutas y flores: un límpido arroyuelo corria serpenteando por entre las flores, que esmaltaban una frondosa pradera; y en el centro del jardin se levantaba un magnífico palacio. Poséme sobre un árbol para descansar, y junto al arroyuelo que pasaba bañando el tronco, descubrí una princesa en todo el brillo de la primera juventud, rodeada de doncellas de su misma edad, que la adornaban con guirnaldas de flores tan frescas como ella, pero no con mucho tan hermosas. Tantos hechizos sin embargo florecian en aquella soledad ocultos á los ojos de todos; porque el jardin se hallaba cercado de murallas altísimas, y nadie podia penetrar en él. Á la vista de una tierna jóven tan llena de atractivos, á quien su separacion del mundo ha conservado toda la inocencia de la edad infantil, he discurrido que esta era la que el cielo tenia destinada para inspirar amor á mi querido Ahmed.»

 

Esta descripcion se grabó con caracteres de fuego en el corazon sobrado sensible de Ahmed. La vaga ternura que comprimia en su seno hacia tanto tiempo, hallaba en fin un objeto en que fijarse, y la pasion que concibió por la princesa, se enunció desde su nacimiento con la mayor violencia. Escribió una carta, en la que con las frases mas apasionadas espresaba el ardiente amor y tierno cariño que ya profesaba á la bella desconocida; lastimándose del cautiverio que le impedia arrojarse á sus pies. Á este amoroso billete añadió algunas estancias, en las que la verdad de los afectos iba unida á la delicadeza de las palabras; porque ademas de que el príncipe era naturalmente poeta, en este momento le inspiraba el amor. La carta iba dirigida Á la bella desconocida: del príncipe cautivo Ahmed. Y despues de haberla perfumado con almizcle y esencia de rosas, se la entregó al palomo.

«Parte, dijo, ó el mas fiel de los mensageros, salva los montes y los valles, y no te detengas en ninguna floresta, hasta haber entregado esta carta á la señora de mi corazon.»

Remontóse el palomo hasta una altura prodigiosa, y en seguida dirigió el vuelo en línea recta. Siguióle el príncipe largo rato con la vista, ya no le distinguia sino como un punto casi imperceptible, y al fin se ocultó enteramente detras de una montaña.

Contaba Ahmed con impaciencia los dias que se siguieron á la partida de su mensagero, y cada mañana se prometia verle antes de la noche; mas esperaba en vano. Ya comenzaba á acusarle de ingratitud, cuando á la caida de una hermosa tarde, vió al fiel palomo que llegó volando á su habitacion y cayó muerto á sus pies. La flecha cruel de algun desapiadado cazador habia atravesado su pecho, y la pobre avecilla empleó toda la fuerza y vida que le quedaban en llegar al término de su viage y dejar cumplida su mision.

Inclinóse el príncipe lloroso sobre el cuerpo inanimado de aquel mártir de la fidelidad, cuando notó al rededor de su cuello una cadena de perlas, de la que pendia un retrato que estaba oculto bajo el ala, y representaba sobre esmalte una hermosa princesa en la flor de su edad. Esta era sin duda la bella desconocida del jardin; mas ¿quién era? ¿En dónde estaba? ¿Habria recibido la carta y le enviaba en cambio aquel retrato, como prenda de correspondencia?

Todo esto quedaba desgraciadamente envuelto en la duda y en la oscuridad con la lastimera muerte del palomo.

Contemplaba el príncipe la miniatura, y arrasábanse de lágrimas sus ojos. Estrechábala contra su corazon y contra sus labios, pasaba horas enteras mirándola sumergido en una tierna agonía. «Bella imágen, decia, ¡ah! no eres mas que una imágen; empero tus ojos cristalinos se fijan en mí con ternura; tus labios de rosa parece se abren para consolar mi pena… ¡Vanos delirios! Esos hermosos ojos, esa boca adorable, tal vez habrán hablado un lenguage tan dulce á un rival mas feliz. Pero ¿en dónde podria yo hallar el original de esta copia divina? ¿Quién sabe cuántos reinos y montes nos separan, ni qué acontecimientos podrán impedir nuestra union? Acaso en este momento la colma de atenciones y obsequios una turba de admiradores, y yo triste, prisionero en mi torre, paso mis amargos dias adorando una sombra.»

El príncipe tomó de repente una resolucion estraordinaria. «Huiré, dijo, de este palacio, ó mas bien de esta prision odiosa, y peregrino de amor, buscaré por todo el mundo á la desconocida princesa que reina en mi corazon.»

Era inútil pensar en huir durante el dia; mas la guarda del palacio estaba bastante descuidada por la noche, en razon de que no se temía ninguna tentativa de este género de parte del príncipe, que siempre habia llevado con paciencia su cautiverio. Con todo eso Ahmed no sabia cómo conducirse para efectuar una fuga nocturna por un pais que le era absolutamente desconocido; pero discurriendo que el buho, como acostumbrado á pasearse durante la noche, debia conocer todos los caminos escusados de las inmediaciones, pasó á su retiro para consultarle. Puso el buho un semblante grave, y dándose grande importancia, contestó en estos términos al príncipe Ahmed: «Habeis de saber, ó príncipe, que nosotros los buhos pertenecemos á una familia muy antigua y numerosa, que aunque algo decaida tiene todavía mucho poder. En todos los puntos de España poseemos castillos y palacios; y puedo aseguraros con verdad que me seria imposible hallar una torre, una ciudadela, un edificio cualquiera, tanto en las ciudades como en los campos, en donde no esté seguro de encontrar un hermano, un tio ó un primo. Ademas, haciendo mi vuelta de visitas de parentela, he cruzado el pais en todas direcciones, y conozco los sitios mas ocultos.» Lleno el príncipe de júbilo al encontrar al buho tan profundamente versado en la topografía le confió el secreto de su amor y su proyecto de fuga, y le suplicó tuviese á bien servirle de guia y consejero.

«¡Cómo! respondió el buho algo picado, ¿he nacido yo acaso para mezclarme en intrigas de amor? ¿Yo que tengo consagrado todo mi tiempo á la meditacion y á la luna?

– Sosegaos, augusto buho, repuso el príncipe, y dignaos de salir por un instante de vuestras meditaciones y de la luna para ausiliar mi fuga, y yo os concederé en cambio todo lo que acerteis á pedirme.

– Yo poseo todo lo que deseo, replicó el buho: algunos ratones bastan para la provision de mi frugal mesa, y este agujero es harto capaz para poder meditar. ¿Qué mas necesita un filósofo?

– Considera sin embargo, sapientísimo buho, que entre tanto que tú meditas y miras á la luna en tu retiro, tus talentos son perdidos para el mundo. Yo seré un dia soberano, y podré colocarte en algun puesto honroso, y darte alguna dignidad en donde brille y sea útil tu profunda sabiduría.»

La filosofía del buho le hacia muy superior á las necesidades de la vida; mas no le habia libertado enteramente de la ambicion. Rindióse pues á las ofertas del príncipe, y consintió en servirle de guia y Mentor en su peregrinacion.

Los proyectos de un amante se egecutan con mucha prontitud. Ante todo reunió el príncipe sus diamantes y demas alhajas, y las ocultó entre sus vestidos como caudal para el viage; y la noche siguiente, sirviéndole de escalera una de sus fajas, y siguiendo las indicaciones del buho, saltó de la torre por un balcon de la muralla esterior, y antes de amanecer ya se hallaban en medio de los montes él y su esperimentado guia.

Allí consultó con su Mentor sobre la ruta que deberian tomar.

«Yo creo, dijo el buho, que seria acertado ir á Sevilla; porque habeis de saber que hace muchos años hice yo una visita á mi tio, un buho de ilustre abolengo, que habitaba en uno de los ángulos arruinados del alcázar: con esta ocasion hice muchas escursiones nocturnas por aquella ciudad, y habiéndome llamado La atencion cierta luz que brillaba en una torre abandonada, dirigí una noche el vuelo á las almenas, y ví que aquella luz era la lámpara de un mágico árabe, á quien descubrí tambien en su escondrijo rodeado de los libros de su ciencia, y que tenia sobre el hombro un cuervo muy viejo que habia traido consigo de Egipto. Trabé estrechas relaciones con dicho cuervo, y aprendí de él la mayor parte de los conocimientos que poseo. Despues de aquella época murió el mágico; mas el cuervo habita aun la torre, porque estos pájaros son admirables por su longevidad. Yo pues, ó príncipe, os aconsejaria que buscaseis á este cuervo; porque ademas de que es adivino y algo hechicero, profesa tambien la mágia negra, en la que son muy celebrados los cuervos, y señaladamente los de Egipto.»