Kitobni o'qish: «DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS»
. ¿PÍCARO YO?
Durante muchos años, incluso pasados varios después de la adolescencia, Claudia Cardinale fue mi punto cardinal, mi norte, mi sur, mi centro. No había noche en que no la soñara, ni rostro donde no la descubriera, era mi secreto amor, la pasión más desenfrenada. Fotos suyas, de las pocas que pude reunir entre las muy escasas que publicaban nuestras revistas culturales, adornaban las paredes del cuarto; no puedo decir de mi cuarto porque lo compartía con mi hermano Carlos y mi primo Alfredo, el huérfano, así que el dormitorio era de los tres, pero la pasión y Claudia eran sólo mías.
Había una foto suya, la que más recuerdo, donde aparecía la estrella con la cabellera suelta al viento, una lánguida mirada en sus ojos de ensueño y una especie de quejido de amor o una invitación sensual que se adivinaba en sus labios entreabiertos. Realmente no recuerdo la cantidad de ambientes y situaciones que bordaron mis sueños con aquella estampa. Ora íbamos en un veloz Ferrari rumbo a los Alpes y el viento la despeinaba mientras musitaba, con aquella misma boca que tanto anhelé, frases cariñosas en mis oídos, y yo corriendo el riesgo de sufrir un accidente, desatendía la conducción del auto y me volteaba para besarla. Por suerte el accidente nunca se materializó y por desgracia el beso tampoco.
Mis primeros poemas fueron para ella y también mi primera carta de amor. Claudia Cardinale, Roma, Italia, escribí en el sobre como dirección, suponiendo que al ser ella tan famosa cualquiera me haría el favor de llevársela a su residencia. Dentro iban unas flamígeras declaraciones de amor con unos enormes corazones color rosa atravesados por flechas. Creo que la puedo recordar todavía casi letra por letra: “Querida Claudia, perdóneme lo de querida, no lo tome a mal, ni como una frescura de mi parte, pero es que aquí en Cuba la queremos mucho, y yo, si me lo permite, la quiero también mucho, ¿usted me entiende?, pero además la quiero de otra manera. Voy a serle franco, sí, la quiero como a una novia. Tengo dieciséis años y ya me dieron el carné de identidad, es decir que a todos los efectos legales soy un adulto. Yo sueño con usted, bueno, contigo, muy a menudo. Sueños tan lindos y tan cercanos a la realidad que me tienen casi loco. Por eso es que te escribo, para saber de ti, si eres casada o si tienes novio o prometido, o si quisieras venir a Cuba. Por mi parte yo no puedo ir a Italia, aunque te juro por mi madre, que es lo más grande y sagrado que tengo, que deseos no me faltan, para así poder conocerte de verdad y no a través de la pantalla. Yo sé que tú eres muy famosa y que debes tener cientos de enamorados, si no estás casada, claro, pero quiero decirte que jamás, difícilmente, vas a encontrar otro que te quiera más que este tu nuevo admirador.
He visto cinco de tus películas, no sé si habrás filmado otras y tengo fotos tuyas en las paredes de mi cuarto, tantas que la considero nuestra alcoba ¡Ojalá y lo fuera! De verdad que te aprecio mucho y quisiera conocerte y conversar de todo esto contigo. Pienso que entiendas lo que escribo aunque no hables el español, porque tu idioma y el nuestro se parecen mucho.
Desde ahora estaré esperando tu respuesta con ansiedad, cuando me llegue te contesto y te mando una foto mía. Disculpa que te escriba en una hoja de libreta, pero no encontré otro papel más bonito. Lo que vale es la intención, y las mías son buenas.
Te quiere mucho, Arturo Rey.
P.D Espero tu respuesta.
Eso fue en 1973 y ahora a fines de siglo todavía la estoy esperando. Siempre me quedó el consuelo de pensar que no la recibió, ni esa ni las posteriores, creo que le mandé unas quince o veinte. Con el nombre con qué firmé pensaba cautivarla, en realidad me llamo Arturo Reynaldo Ballester Caballero, pero pensé que Arturo Rey le traería gratos recuerdos de cortes y reinados.
Por Claudia me convertí en lo que luego sería, un andarín. Me enteraba que estaban echando una película suya en Camagüey y salía para allá, también a Holguín, Matanzas, Cienfuegos, Las Tunas. Mucho me ayudó en esto, que nací y vivía en Santa Clara, porque no hubiera sido fácil meterme de un tirón de Guantánamo a Pinar del Río. Todo el dinero que podía reunir, unos escasos pesos de la merienda escolar y algo que le escamoteaba a la abuela, iban a parar al fondo de transportación. La mayoría de las veces hacía el viaje en botella por carretera o de polizonte en los trenes y entonces dejaba mis fondos completos para la compra de los tickets de entrada y aprovechaba y veía la película tres y cuatro veces seguidas. Con aquello no me hacía falta ni comer, aunque en realidad estaba más flaco que una vara de pescar, debe ser a causa de las continuas masturbaciones, por suerte era la época de los hippies y la onda aquella del pelo largo y me consideraba con tremenda pista. Parecía, según mi abuela, una escoba con los flecos para arriba.
Tenía luego que soportar las reprimendas de la vieja al regresar, porque por lo general me metía en cada escapada hasta más de una semana fuera de casa, una semana por supuesto de clases perdidas que luego me costaba trabajo recuperar. Nunca dejé de estar al tanto de las carteleras en provincias y no disfrutaba otra cosa con mayor pasión que aquellas correrías.
Entre viaje y viaje nació otra de mis grandes pasiones, la lectura, y eso se lo agradezco también a Claudia, en la mochila siempre me acompañaba algún bocadito para matar el hambre, un paquete de gofio mezclado con azúcar, yo era tremendo come gofio, y por supuesto un par de libros. Empecé leyendo revistas, claro está que imaginarán por qué, de ahí salté a los libros de aventuras y espionaje y después leía con fruición todo lo que me cayera en las manos. En la Secundaria me apodaron Polilla y yo sabiendo que el que proteste por un apodo más se le pega este me hice el desentendido para ver si se les olvidaba el nombrete, sin embargo mi afición casi fanática por los libros lo recalcaba. Hubiese querido en cambio que me llamaran Rey Arturo y una vez hasta lo insinué entre mis amigos de la escuela, pero fue tal la jodedera que me armaron que desistí del intento, pues un gracioso soltó en alta voz: lo que tú no eres el Rey Arturo el de la Tabla Redonda, sino Rey Arturo el de la cara de tabla y la risotada de todos, menos la mía, fue grande.
¡Claudia, Claudia, como te soñé! La noche que no lo hacía despertaba como vacío, y la que te soñaba más vacío todavía. Por las mañanas siempre tenía que lavar mis calzoncillos.
Mi primera novia por supuesto se llamaba como ella. Era rubita, flaca y de labios muy finos, casi una anti Claudia, pero era Claudia y de solo mencionar su nombre y cerrar los ojos era a la otra a quien besaba y llenaba de caricias. La segunda, Claudia también y la tercera Esperanza Cardenal; una mulata y culona, la otra albina y medio bizca. Total yo amaba con los ojos cerrados, vivía de mis ensueños.
Hubo una época, una rachita mala, en que no ligaba nada, ni Claudias, ni cardenales y entonces por asociación de ideas me dije, cardenal es una mancha rojiza, los chupones son también manchas rojizas, pero quién me los da y se me ocurrió entonces la idea de la manguera. Me situé un extremo en el cuello y el otro en la boca y succioné fuerte, el resultado fue fenomenal. Al otro día me aparecí en la escuela con el pecho y el cuello repletos de moretones de inequívoca procedencia y ante las preguntas ansiosas de mis amigos le di rienda suelta a la imaginación y les conté que me había empatado con una mujer divorciada, treintona, que era una loca en la cama. Daba gracia ver la atención con que me escuchaban y los levantamientos que podía discernir en sus portañuelas con mis historias cargadas de erotismo. Hasta las muchachas del grupo se entusiasmaron con mis cuentos y entonces me apetecieron, al considerarme un tipo de experiencia probada. Fue una linda época y el retorno de la buena racha.
A Claudia, la de verdad, le pedía disculpas por mis infidelidades, pero amparado en aquello que dice que el que come malo y bueno come dos veces, le metí mano a cada esperpento, que tenía que retirarme a parques y alamedas oscuras que ampararan nuestros besos, todo lo contrario a lo que deseaba, pasearme muy orondo con mi chica por los portales de las tiendas y del cine los sábados por la noche. Claro que la categoría de esperpento que menciono está marcada desde la visión de mi loca juventud, ahora comprendo que el enfoque y la óptica en cuanto a calidad de mujeres varían con los años y ojalá pudiera hoy con mis cuarentaipico empatarme con alguna de aquellas chiquillas de las que entonces me avergonzaba.
Una de ellas, Inés Beltrán, de la que no he olvidado el nombre porque me reveló un secreto al que mucha lasca que le saqué, me preguntó una tarde de besos dulzones, ¿sabes por qué te amo tanto?, ante mi respuesta negativa me miró aturdida. Chico, ¿a ti no te han dicho que te pareces a Silvio Rodríguez?, aquello de veras que no me gustó, es decir, saber que me estaban besando mientras pensaban que era al autor de “Ojalá” a quien lo hacían, pero bueno, ¿qué otra cosa hacía yo, si no lo mismo? La besaba a ella o a ellas pero era a Claudia a quien en mis sueños besaba.
Llegué a la casa y corrí al espejo. Frente amplia, nariz clásica, labios finos, ojos algo rasgados, unos pequeños baches del acné juvenil en la mejilla derecha y la sonrisa medio ladeada. Volví a sonreír ¡Ahí estaba la clave!, mi sonrisa era como la de Silvio y mis ojos un tanto parecidos y la boca con cierta similitud, pero algo no encajaba. Me miré a fondo y lo descubrí, mi cabello era entonces abundante y rizado, me faltaban además el bigote y la perita que el socio usaba en ese tiempo.
Esa misma noche comencé a dormir con un gorro hecho de una panty que le robé a mi abuela y al cabo de una semana gracias a la vaselina y la paciencia ya mi pelo cedía dócilmente ante los dientes del peine. Comencé también a afeitarme todos los días para que se fortalecieran los vellos y brotara un mostacho saludable, esto me tomó más tiempo, pero en tres meses ya lucía un bigotico y un chivo que de verdad me asemejaban bastante con el poeta trovador. Por supuesto que sin pérdida de tiempo me dediqué a aprender notas y rasgueos de guitarra con mi primo Alfredo, el huérfano, a quien siempre le había rechazado el ofrecimiento que me había hecho de enseñarme a tocarla. Fue tanta la pasión y empeño que en esto puse que en poco tiempo ya dominaba el instrumento y plagiaba bastante bien algunos temas como “El elegido”, “Ojalá”, “La maza” y “Hoy no quiero estar lejos de la casa y del árbol”.
Con lo que más trabajo pasé para lograr mi transformación fue, increíblemente, con la ropa. En aquella época conseguir un jean azul, bueno de verdad era más difícil que hacer gárgaras bocabajo, aparte de lo carísimo que resultaba, así que a través de mañas y marañas logré hacerme de uno, ya viejo y desteñido, pero con tremenda onda. Para obtenerlo tuve que arrancarme de un tirón de un pedazo de mi infancia. Cambié mi magnífica colección de postalitas del Zorro Vengador, que llegaban a ciento cuatro y una bolsa repleta de bolas de cristal, más de trescientas, por un Lee legítimo a Pan con Nalga, un gordito de once años, pero que tenía mi complexión, hijo de un venturoso marinero. Dije venturoso marinero, no confundir con marino aventurero.
Con el apoyo y el aliento del profesor de guitarra, que incluso me la prestó gustoso, salí con mi nueva apariencia a las calles del pueblo. De mi casa al centro de la ciudad hay unos tres kilómetros que decidí hacer caminando, al principio el nerviosismo me comía por una pata, pero a medida que avanzaba y veía a la gente detenerse o voltear la cabeza para mirarme me fui envalentonando y a no pocos repartí docenas de mi sonrisa torcida. Me quedaba la duda, por la cercanía al hogar, de que la gente del barrio me reconociera a pesar de mi nueva apariencia y de que me miraran así sorprendidos por mi indumentaria, pero cuando me fui adentrando en otros barrios y la gente allí también me miraba absorta perdí totalmente el miedo y apenas si había andado una nueva cuadra a partir de aquella reflexión cuando mi intuición se corroboró. Una jovencita, gorda y pecosa, me gritó desde su balcón, ¡Silvio, aquí también te queremos! La miré, sonreí y con estudiado gesto, para que pareciera natural, la saludé con la mano. Realmente no sé la cantidad de ligues que hice con mi nueva estampa, muchas hubo que jamás supieron que estaban en brazos de un impostor.
Cuando en el pueblo ya era famoso por mis conquistas, y estas a causa de los chismes y la envidia comenzaron a disminuir, fue que inicié mi primera gira. Para entonces había logrado hacerme de mi propia guitarra y además abandonado los estudios de Ingeniería Eléctrica en el segundo año de universidad. Mamá, siempre tan ocupada trabajando en la calle, me consideraba un loco incorregible; abuela continuaba mimándome solidaria y Alfredo y Carlos en cierta medida me apoyaban financieramente, conscientes de que me debían, bueno en realidad a Silvio, las novias que ellos también poseyeron y poseían.
La tendencia natural de los guajiros en cualquier parte del mundo cuando el terruño les queda estrecho es viajar a la capital y yo por supuesto no iba a ser la excepción de la regla. La Habana era mi objetivo inmediato, el luminoso destino que a mí mismo me había prometido, pero, siempre hay un pero, con la escasez de fondos que me asolaba no podía hacer el viaje como Dios y las buenas costumbres mandan: en ómnibus. Unos Hino japoneses, apodados Colmillo Blanco por las gélidas temperaturas de sus acondicionadores de aire y mil veces preferibles a los siempre quejumbrosos, lentos y retrasados trenes. Tomé pues la desvencijada mochila, la atiborré con casi todo mi ajuar y con ella a la espalda y la guitarra en bandolera salí rumbo a la carretera Central con la esperanza de que en un par de días, con buena suerte, me encontraría paseando mi estampa y mi humanidad por el malecón habanero.
Sin embargo, después de la primera hora que pasé a pleno sol esperando por algún carro salvador que me recogiera, la sed comenzó a anidar en mi junto con el nerviosismo y la incertidumbre por el futuro que me esperaba, y luego de hacer cálculos y más cálculos me dije que La Habana aún me quedaba grande. Además era la ciudad del verdadero Silvio, ¿qué pasaría si un día nos tropezábamos, o si alguien denunciaba mi usurpación de personalidad?, así que después de un largo titubeo crucé para el otro lado de la carretera y comencé a pedir botella en sentido contrario. Era evidente que la suerte me acompañaría, pues apenas si había hecho un par de señales cuando un flamante auto ocupado por turistas españoles se detuvo a mi lado.
_ ¿Me adelantan un poco, por favor?_ les pedí con voz melosa.
_ ¿Pero usted…?
_ ¿Yo qué…?_ pregunté a mi vez, temeroso.
_ ¿Usted no es…?
_Sí, yo mismo_ me decidí a tomar la iniciativa _, pero, ¿me dan el aventón o no?
Yo sabía que en España se dice aventón, si les llego a pedir una botella quizás me hubieran tomado por un alcohólico empedernido y ambulante y hubieran salido de allí chillando gomas. Fue un viaje idílico: aire acondicionado, música, numerosas paradas en cafeterías y restaurantes para merendar y en definitiva me queda la tranquilidad de espíritu de que con mi boca nunca les mentí, porque en realidad nunca les dije que fuera Silvio, ellos lo asumieron por sí mismos. Sólo les mentí un poquito, es verdad, al manifestarles que mi coche se había averiado. La avería era falsa por supuesto…y del coche ni hablar.
Eran una linda y crédula pareja, Irene y José, ella de Murcia, él de Alicante. Durante un tiempo prolongado mantuvieron correspondencia conmigo, incluso tuve que invertir algunos pesitos y mandarles varios discos de “mi autoría”, autografiados y todo. En definitiva hasta Santiago no paramos, para allá iban y decidí que esa era mi opción mejor, si no era la capital, al menos la segunda ciudad en importancia.
Me despedí de ellos con pesar, no pude hacerles creer que no iba a aquella ciudad a hacer un concierto, decían que se quedarían con las ganas de verme actuar. Los pobres, no sabían que estaba actuando para ellos desde el mismo momento en que me recogieron, pero bueno, en realidad me consuela saber que ambas partes salimos beneficiadas de aquel encuentro fortuito.
Ya en plena ciudad decidí aventurarme por el Parque Céspedes para probar credenciales y también allí impacté: miradas de asombro, sonrisas, saludos y mucho, abundante calor humano; bueno, humano y ambiental porque Santiago es la candela. El asfalto parecía hervir, por suerte debajo de los laureles la brisa se sentía fresca y un gran alivio experimenté cuando me quité la mochila y la guitarra de la espalda.
¿Qué hacer ahora? Ya había dado el primer paso, mi mente era un hervidero, me recomendé relax y comencé a crear variantes de supervivencia. Por el prestigio y el honor de Silvio no podía de manera alguna ponerme a cantar en plena calle o en el parque para ganarme la vida. Si se me hubiera ocurrido hacerlo, poniendo delante de mí la gorra para que me arrojaran monedas, al otro día hubiese salido en la prensa.
De momento contaba con unos doscientos pesos que generosamente me dieron familiares y amigos antes de partir, ellos me bastarían para un par de semanas a lo máximo. Buscar un alquiler era algo que tenía que priorizar, allí no conocía a nadie, pero todos me conocían y ese razonamiento me tranquilizó. Me tranquilizó tanto que estuve a punto de quedarme dormido en el banco. La sensación de sosiego me hizo sentir como una carnada en vez de pescador y asumí que esa era la estrategia correcta, esperar para ver cómo reaccionaban ante mi presencia, esperar para ver qué pez, o pececita mordía el anzuelo.
Estaba en esa semi vigilia casi embeleso cuando escuché unas risas frescas y alborozadas cerca de mí. Un par de chicas dieciochoañeras, que adiviné eran del preuniversitario por el uniforme que llevaban se habían instalado en el banco contiguo y hacían chistes con el objetivo evidente de llamar mi atención. Como lo lograron les dediqué una sonrisa franca, pero me recomendé paciencia, por situaciones similares ya había pasado en los pueblos cercanos a mi ciudad y sabía cuál sería el final de un posible encuentro concertado. Ellas estaban en el grupo porcentual etáneo más alto de mis fans, si me hubiera acercado a ellas me esperaban muchas preguntas, petición de autógrafos y canciones, frases melosas e intencionadas y muy posible una futura cita por la noche, era lo único que podían ofrecer. Mentalmente les pedí disculpas y me dije que como carnada debía reservarme para un pez mayor.
El pez mayor no demoró en llegar, ya la había divisado en la distancia haciéndome blanco de escrutadoras miradas. Dio un par de vueltas por los alrededores y siempre tornaba la vista hacia mí, a la tercera enfiló directamente al banco donde me sentaba.
_ ¡Ay!, yo no sabía que usted fumaba.
Tendría unos veintiocho o treinta años, alta, esbelta, de tez canela, pelo lacio y abundante ¿India o mulata?, me pregunté y la respuesta más acertada que encontré fue, ¡santiaguera nata! Un bello engendro con una voz melodiosa y una gracia visible en el semblante. Realmente hubiera preferido una rabirrubia antes que aquella morena, considerando los rescoldos aun humeantes de mi pasión por la Cardinale, sin embargo no estaba en condiciones en ese momento de hacer distinciones ictiológicas y suponiendo que esa era la pececita que esperaba, le brindé la más torcida de mis sonrisas.
_Bueno, ¿y cómo podrías saberlo?
_Es que usted es tan conocido y al menos en los recitales y entrevistas nunca lo he visto fumar. Cuando lo cuente a mis amigas no me lo van a creer, ¡el mismísimo Silvio Rodríguez en el Parque Céspedes! De veras que nunca imaginé que me pudiera pasar esto. Estoy tan nerviosa.
_Pues no tiene razón alguna para estarlo, soy tan mortal y tan cubano como usted o como cualquiera ¿Cómo me imaginaba?, pero bueno, siéntese para charlar un rato, ¿o está muy apurada?
_ ¿Apurada yo? No, ¡qué va, si tengo todo el tiempo del mundo! Pues, bueno…je, je… lo imaginaba un poquito más alto, no tan pálido y la voz, aunque me suena extraña, no la imaginé tan cálida.
Tuve un estremecimiento al imaginar que había descubierto el fraude.
_Realmente no eres tú, vamos a tutearnos, la primera que hace esa observación. Sucede que los maquillajes para la televisión y los conciertos le cambian un poco el semblante a uno, pero así como me ves así soy, recuerda que yo soy de donde hay un río y ojalá por lo menos pudiera conocerte, esto último lo dije con la entonación de esas respectivas canciones.
No tuve que gastar más balas, se echó a reír tan alegremente de mi broma que sentí que abría las puertas para el escape. Sin dificultad se creyó la historia de la voz afectada por recientes conciertos y también la de mi retiro de incógnito, al menos para las agencias de prensa e instituciones culturales, a Santiago para calmar mi espíritu después de fuertes desavenencias conyugales y también se imaginó que debía ofrecerme un refugio, aunque modesto para aliviar mis tristezas. Refugio que le acepté después de falsos titubeos.
Ella era en verdad el pez, la pieza mayor que esperé: divorciada, sin hijos, con casa propia y un bello mundo espiritual. Escribía versos y cuentos de una rara y graciosa ironía, cantaba como una diva y sobre todo era una amante perfecta, fogosa y tierna; versátil y caprichosa.
Me sorprendía a diario con cosas nuevas, ocurrencias magistrales, platos sencillos, pero deliciosos, caricias insospechadas, historias asombrosas de mitos y leyendas y sobre todo siempre con un carácter alegre y colorido. En las noches pedía que le recitara las letras de mis canciones y luego me leía sus versos lindos y rimados, sus cuentos jocosos y agudos. Tenía un cuaderno titulado “DIA REAL”, que por supuesto sonaba a explosión acuosa intestinal, que era una verdadera joya del sarcasmo. Uno de sus cuentos cortos era este_ No quería morir inédito, de veras que no quería, pero murió. Hace más de cinco años que su espíritu anda dando tumbos entre las palancas y linotipos de la imprenta.
Durante casi un mes fui el huésped ilustre de aquella mujer única, cuyo nombre mencionar no quiero para no herir su sensibilidad, o mejor aún para no hurgar en la ancha herida que le dejé, pues sé que me amó profundamente. Escapé de allí como un cobarde cuando supe que Silvio vendría en breve a la ciudad. Ni siquiera se me ocurrió pensar en la variante de contarle toda la verdad, estoy seguro que me hubiera perdonado. Me justifiqué a mí mismo mi mala acción con los ocho o diez años de edad que me llevaba y me perdí de su mundo y de su ciudad sin dejarle ni una nota siquiera.
De pronto me vi en la calle, con menos dinero que al principio, pues entre tragos y cigarros había gastado casi la mitad y además con la misma incertidumbre del comienzo del viaje. Regresar a la casa era rendirme, la Habana por otra parte estaba ahora más lejos e inaccesible, aunque continuaba siendo una tentación, pues en pocas semanas comenzaría allí el Onceno Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, con todas las posibilidades infinitas que me podría brindar la multitud de jóvenes de distintas nacionalidades que nos visitarían para continuar con mis planes extravagantes.
En un carro-jaula para transportar reses hice el viaje hasta Camagüey, entre hedores y humedades que se impregnaron por varios días en mis pertenencias y de lo cual tuve conciencia cuando deambulando por el Casino Campestre y frente a la jaula de los leones una niñita le comentó a su madre, ¡qué peste se mandan estos leones!, y para ser honesto los pobres felinos eran totalmente inocentes de la acusación.
En la oscuridad del parque, celebrando a solas y entre rasgueos de cuerdas mi cumpleaños número veintiuno, mientras me daba buches de una botella de vino Viña 95, tuve la feliz idea de visitar a mi amigo Ricardo Alfaro, quien estudiaba en el Curso Preparatorio de Idioma Ruso en la Universidad de aquella ciudad. Compré otra botella para agasajarlo y ablandarlo, me deshice de parte de mi indumentaria silviesca y enrumbé por la Vía de Circunvalación hacia allá.
Con un par de tragos de vino y un cigarro que regalé al portero tuve acceso libre al recinto universitario: varias edificaciones blancas de tres o cuatro pisos de la típica arquitectura que brinda el sistema constructivo Gran Panel. A causa de la hora ya avanzada y para no llamar mucho la atención me tiré en la primera litera que encontré vacía en uno de los albergues, acogedor y silencioso, donde descansé de un tirón la fatiga de mis huesos.
En la mañana una algarabía de voces chillonas y risas nerviosas me despertó. De un salto me senté en la cama y me vi rodeado de rostros extraños, de tez oscura y dientes de blancura sin igual. Eran estudiantes de Madagascar y Bangladesh, envueltos sus tradicionales túnicas y vestuarios, otros aún con los piyamas puestos y los ojos legañosos. Me disculpé lo mejor que pude por la intromisión, y con ellos mismos conocí dónde se encontraba el albergue de la gente de Ruso.
Ricardo no se hallaba en el dormitorio, un amigo suyo me aconsejó esperarlo en el aula y al cabo de media hora lo vi aparecer. Realmente se alegró de verme y yo me alegré de que se alegrara, me dedicó todo el primer turno de clases. Ante mi insistencia para que entrara al aula y no le pusieran la ausencia me tranquilizó, comentándome que había ligado a la profesora, una tal Berta, tembona, pero hermosa y bien conservada y que precisamente anoche no se encontraba en el albergue porque se había quedado en su casa, como muchas veces pasaba. Esto venía a mis planes como anillo al dedo, pues de entrada tendría garantizada su litera en el albergue para pernoctar.
Después de terminadas las clases, en un banco oculto de miradas indiscretas despachamos la botella de Viña 95 y le conté con detalle de mis andanzas. Él, tan alocado o más que yo, lejos de recriminarme me dio nuevas ideas de qué debía hacer. Por lo pronto me dijo que me afeitara y cambiara de peinado para no llamar tanto la atención con la estampa silviesca. Me opuse persistente pues tenía la mira puesta en el Festival, donde pensaba aprovechar la imagen usurpada y sacarle buen provecho. En fin tranzamos en que iba a recortarme un poco el chivo y alborotar mis cabellos, cosa que no sería difícil dada su naturaleza ondulada.
Me pidió prestados treinta pesos para invitar a cenar a la profe esa noche y me repitió que de ninguna manera fuera a pensar que con ello me estaba cobrando el alquiler del hospedaje. Me dejó además la tarjeta del comedor universitario para que la utilizara en el desayuno y la comida y me presentó a varios de sus amigos, que pronto lo fueron míos también, pues escasamente les llevaba tres o cuatro años de edad y compartíamos gustos y aspiraciones similares.
Trabajo me costó sentirme otra vez propio como era. Con tal de ganar la confianza de mis nuevos conocidos mandé a comprar una botella de ron y entre tragos y canciones inauguramos la noche, luego vendría otra botella hija de una ponina colectiva y más tarde otra más salida de mis fondos, las que bebimos hasta caer rendidos por el alcohol. El fruto más amargo de aquella noche fue que tuve que deshacerme de mi entrañable compañera, la guitarra.
Cuando en la mañana me vi con sólo diez pesos en el bolsillo me horroricé. Maquinalmente conté los cigarrillos que me quedaban, seis, estaba en la ruina. Mi vista se detuvo en la sensual cintura de la guitarra, le pedí perdón a las cuerdas y clavijas por lo que pensaba hacer y salí con ella a venderla al mejor postor. No tuve que averiguar mucho, uno de los estudiantes de Bangladesh, nombrado Layanta Palipana, me la compró en ciento veinte pesos sin chistar. Cuando descendía las escaleras de su cuarto acerté a escuchar el tintineo triste de una canción asiática que brotaba de sus cuerdas y el corazón se me encogió de pena. Para aliviarla me disparé un par de buches que habían quedado en la última botella y salí en busca de Ricardo.
Ahora necesitaba hacer cálculos estrictos de mis finanzas pues ninguna de mis otras pertenencias valía una peseta. Previsoramente decidí reservar el pasaje en ómnibus hacia la Habana para finales de julio y quitarme esa preocupación de encima. Los albergues, por otra parte, dentro de unos días cerraban por las vacaciones, así que pedí a Ricardo su apoyo inmediato en la solución de mi hospedaje en esos quince días que se avecinaban. Rápido de mente y sagaz como era me ofreció una oportunidad, según él única, de esa forma yo le tiraba un cabo y él me tiraba otro. Como no tenía otra alternativa tuve que aceptar su plan, que consistía ni más ni menos que en suplantarlo físicamente en la Brigada Estudiantil Universitaria que durante dos semanas y de forma voluntaria iría a trabajar en la agricultura en un municipio de la provincia. Enriqueció mi mochila con un mosquitero, una frazada, jarro de aluminio, pasta de dientes, dos latas de leche condensada y una bolsa de galletas de sal, habló con el jefe de la brigada, socito suyo, para que guardara el secreto y de esa manera, con sombrero de yarey y todo me vi viajando dos días después en un ómnibus atestado hasta Vertientes, rodeado de gente extraña y bulliciosa.
El “himno nacional” en esos días era la canción “My World” de Bee Gee y la cantábamos a coro con tremendo entusiasmo y mayor desafinación, intercalándola con los viejos bolerones reverdecidos por los Pasteles Verdes.
Dos chicas sentadas frente a mí no cesaban de cuchichear y sonreír mientras me observaban en detalle. Imaginé que ellas como tantos otros, a pesar de haberme desensilviado, todavía distinguían en mí rastros del plagiado y en un inicio no les hice mucho caso, pero al ver su insistencia les pregunté si tenía monos en la cara.
_No chico, no y no te pongas bravo, sólo comentábamos que para ser primos tú y Richar no se parecen en nada.
_ ¿Y quién les dijo que éramos primos?