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TRES

Caitlin y Caleb caminaron sin prisa a lo largo de la ribera. Ese lado del río Hudson estaba descuidado; contaminado por las fábricas abandonadas y los depósitos de combustible para los que ya no había uso. Era una zona desolada pero tranquila. Caitlin se asomó al río y vio enormes trozos de hielo que se resquebrajaban ese día de marzo y fluían con la corriente. Su delicado y sutil crujido, llenaba el aire. La imagen de los trozos era sobrenatural y reflejaba la luz de una manera muy peculiar, como el paciente rocío lo hace sobre la rosa. De pronto anheló caminar hasta uno de aquellos bloques de hielo, sentarse en él y permitir que la llevara a donde éste quisiera.

Caitlin y Caleb continuaron en silencio; cada uno en su propio mundo. Ella estaba avergonzada por haber hecho gala de tanta furia; le apenaba haber perder los estribos y mostrarse así de violenta.

También le apenaba que su hermano hubiera actuado de aquella forma, que estuviera con ese montón de perdedores. Nunca lo había visto actuar así. Habría querido ahorrarle a Caleb la pena de presenciar aquello. No fue el mejor momento para presentarle a la familia; seguramente la opinión que ahora tenía acerca de ella, era muy mala, y eso era lo que más le afectaba.

Aún peor: tenía miedo de pensar a dónde irían después de lo sucedido. Sam había sido su mayor esperanza en lo que se refería a encontrar a su padre. Y ahora, se había quedado sin ideas; si lo hubiera buscado ella misma, ya habría dado con él desde años atrás. No sabía qué decirle a Caleb. ¿Se iría de su lado? Por supuesto. Ella no le era de utilidad y, además, tenía que encontrar una espada. ¿Qué razón habría para que se quedara?

Caminaron en silencio y Caitlin sintió que el nerviosismo la invadía. Supuso que Caleb sólo esperaba el momento adecuado y que estaba eligiendo las palabras indicadas para avisarle que se iría. Como toda la gente de su vida lo había hecho antes.

—Lo lamento —dijo ella con ternura—. Me apena la forma en que me comporté. Lo siento, perdí el control.

—No te preocupes, no hiciste nada malo. Eres muy poderosa y apenas estás aprendiendo.

—También me siento avergonzada por la forma en que se comportó mi hermano.

Caleb sonrió.

—Si hay algo que he aprendido a través de los siglos, es que no se puede controlar a la familia.

Siguieron caminando en silencio. Caleb volteó hacia el río.

—¿Y entonces? —preguntó Caitlin— ¿Ahora qué?

Se detuvo y la miró.

—¿Te vas a ir? —le preguntó ella vacilante.

Él se veía imbuido en sus pensamientos.

—¿Se te ocurre otro lugar en donde pueda estar tu padre? ¿Recuerdas a alguien que lo haya conocido? ¿Algún dato?

Ya había intentado recordar antes, pero no encontró nada, absolutamente nada. Negó con la cabeza.

—Debe haber algo —dijo él con énfasis—. Esfuérzate más. ¿Tienes algún recuerdo?

Caitlin trató de nuevo. Cerró los ojos y deseó recordar con todas sus fuerzas. Ya se había preguntado lo mismo en varias ocasiones. Había soñado tanto con su padre, que ya no distinguía entre los sueños y la realidad. Podía recordar cada una de las ocasiones en que él se le había aparecido mientras dormía. Era siempre el mismo sueño. Caitlin corría por el campo, lo veía a lo lejos y luego él se alejaba a medida que ella se acercaba. Pero no era él en realidad. Era sólo parte de un sueño.

Eran imágenes, recuerdos de cuando era niña, el deseo de haberse ido con él a algún sitio. Era verano, pensó. Recordaba el océano y su profunda calidez. Pero, como siempre, no estaba segura si aquella imagen era real. La línea se desdibujaba cada vez más y no podía recordar con precisión dónde estaba esa playa.

—Lo siento —dijo—. Desearía tener algo, si no por ti, al menos por mí. Pero no es así. No tengo idea de dónde pueda estar ni de cómo encontrarlo.

Caleb miró al río. Respiró hondo y observó el hielo. Sus ojos cambiaron de color una vez más; en esta ocasión, se tornaron color gris.

Caitlin creyó que había llegado el momento, que de pronto voltearía y le daría la noticia: se iba porque ella ya no le servía de nada.

Hasta le dieron ganas de inventar algo, una mentira acerca de su padre, algún indicio que le permitiera mantener a Caleb cerca. Pero sabía que eso era algo que no debía hacer.

Estaba a punto de llorar.

—No lo entiendo —dijo él con suavidad mientras contemplaba el río—. Estaba seguro de que tú eras la elegida.

Se quedó en silencio. A Caitlin la espera se le hacía eterna.

—Y hay algo más que no comprendo —agregó y volteó a verla; sus grandes ojos eran hipnóticos.

—Cuando estoy contigo, percibo algo. Cierta oscuridad. Con otros, siempre puedo ver lo que hemos compartido, las veces que se han cruzado nuestros caminos en las encarnaciones del pasado; pero contigo, todo tiene un velo encima. No puedo ver y eso nunca me había sucedido antes. Es como si alguien me estuviera impidiendo ver más allá.

—Tal vez no tuvimos un pasado juntos —dijo Caitlin.

Él sacudió la cabeza.

—Eso también lo podría ver. Pero contigo es imposible. Tampoco puedo ver nuestro futuro juntos. Nunca me había sucedido, nunca, en tres mil años. Sin embargo, en el fondo, me parece que te recuerdo, que estoy a punto de verlo todo. Está ahí, en algún lugar de mi mente, pero no fluye. Me está volviendo loco.

—Bien, entonces —dijo Caitlin— tal vez no hay nada. Tal vez sólo tenemos el presente, quizá nunca hubo nada más y tal vez nunca lo habrá.

Se arrepintió de inmediato de lo haber dicho eso. Ahí estaba de nuevo; nada más abría la boca y decía estupideces sin pensarlo. ¿Por qué había tenido que hablar de esa manera? Era precisamente lo contrario de lo que pensaba y sentía. Lo que en realidad había querido expresar, era: Sí, yo también siento como si hubiera estado contigo por siempre y que seguiremos juntos toda la vida. Pero no; como siempre, todo tuvo que salirle todo mal. Era porque estaba nerviosa; y lo peor era que ya no había manera de retractarse.

A pesar de todo, las palabras de Caitlin no detendrían a Caleb. Se acercó a ella, levantó una mano y la posó con suavidad sobre su mejilla para retirar su cabello. La miró directamente a los ojos y estableció un vínculo demasiado fuerte.

A ella le palpitó el corazón y la temperatura comenzó a subirle. Tenía la sensación de haberse perdido.

¿Estaría él tratando de recordar?, ¿se preparaba para decir adiós?

¿O tal vez estaba a punto de besarla?

CUATRO

Si acaso había algo que Kyle odiaba más que a los humanos, era a los políticos. No soportaba sus poses, su hipocresía, su mojigatería. Detestaba esa arrogancia sin fundamentos. La mayoría de ellos había vivido, si acaso, un siglo; él tenía cinco mil años de edad. Por eso le repateaba cuando los políticos hablaban de su “experiencia del pasado”.

Fue el destino lo que lo obligó a interactuar con ellos, a verlos cada noche cuando se levantaba de su sueño y salía a la ciudad a través del edificio del Ayuntamiento. Varios siglos atrás, la Cofradía de Blacktide se había establecido debajo del Ayuntamiento de la ciudad de Nueva York, y además, había mantenido una estrecha relación de trabajo con los políticos. De hecho, la mayor parte de ellos, de los que abarrotaban el lugar, en realidad pertenecía en secreto a su cofradía y ejecutaba sus órdenes por toda la ciudad y el estado. Involucrarse y tener tratos con ellos, era un mal necesario.

Sin embargo, la cantidad de políticos que todavía eran humanos, era suficiente para causarle escalofríos al ambicioso vampiro. No soportaba dejarlos entrar en aquel edificio. En particular le molestaba que se acercaran demasiado a él. Caminó e inclinó su hombro para golpear con fuerza a uno de ellos. “¡Hey! Le gritó el hombre, pero Kyle siguió caminando; rechinó la mandíbula y se dirigió a las enormes puertas abatibles al final del corredor.

Si pudiera, los mataría a todos. Pero no le estaba permitido. Su cofradía aún tenía que rendirle cuentas al Consejo Supremo, y por alguna razón, éste todavía se negaba a terminar con ellos. Estaban esperando el momento indicado para exterminar a la raza humana para siempre. A pesar de ese inconveniente, en la historia de los vampiros se podían encontrar algunos momentos muy bellos en los que tuvieron luz verde y estuvieron muy cerca de actuar. En 1350 en Europa, por ejemplo, alcanzaron un consenso y diseminaron la Peste Negra. Fueron muy buenos tiempos; Kyle sonrió al recordarlos.

Hubo otros momentos bastante afortunados, como la Edad Media, cuando a los vampiros se les permitió hacer la guerra sin cuartel por toda Europa, matar y violar a millones. La sonrisa de Kyle se hizo más amplia. Aquellos fueron algunos de los mejores siglos de su vida.

Pero en los últimos cien años, el Consejo Supremo se había debilitado y convertido en una burla. Era casi como si les temieran a los humanos. La Segunda Guerra Mundial no había estado nada mal, pero fue un suceso limitado y breve. Kyle deseaba mucho más. Desde entonces no había surgido ninguna plaga importante y tampoco conflictos bélicos genuinos. Daba la impresión de que los vampiros estaban paralizados, temerosos de la forma en que se había incrementado la cantidad y el poder de los seres humanos.

Ahora, las cosas por fin se estaban poniendo en su lugar. Kyle salió pavoneándose por las puertas del frente, bajó los escalones, salió del edificio del Ayuntamiento y caminó con gracia. Avanzó con más ahínco al pensar en el recorrido que realizaría al Puerto de South Street. Ahí le esperaba un cargamento inmenso. Decenas de miles de cajas llenas de peste bubónica intacta y modificada genéticamente. La habían almacenado en Europa los últimos cien años; fue preservada desde la última epidemia y recientemente, modificada para ser resistente a los antibióticos. Ahora le pertenecía a Kyle y podía hacer con ella lo que le viniera en gana. Como desencadenar una nueva guerra en el Continente Americano; su territorio.

 

Lo recordarían durante los próximos siglos.

Sólo de pensarlo, comenzó a reír en voz alta, pero debido a su expresión facial, aquella risa parecía más un gruñido.

Por supuesto, tendría que reportarle a su Rexius, es decir, al líder de su cofradía, pero ése era sólo un pormenor técnico. En la práctica, sería Kyle quien dirigiría la maniobra. Los miles de vampiros de su propia cofradía y de las comunidades vecinas, tendrían que reportarle a él, y eso lo haría más poderoso que nunca.

Kyle ya sabía cómo propagaría la peste: primero soltaría un cargamento en Penn Station, otro en Grand Central, y el último en Times Square. Todos estarían programados para liberar la peste al mismo tiempo: la hora pico. Eso calentaría bastante el ambiente. Según sus cálculos, la mitad de Manhattan estaría infectada en unos cuantos días, y una semana después, la enfermedad habría atacado a toda la población. Esa peste se propagaba con facilidad porque había sido diseñada para funcionar como los virus de transmisión aérea.

Los patéticos humanos acordonarían la ciudad, por supuesto. Cerrarían los puentes y túneles, así como el tráfico aéreo y fluvial. Eso era exactamente lo que él quería. De esa forma se estarían encerrando para recibir al terror que aún les esperaba. Cuando los humanos estuvieran atrapados y muriendo por la peste, Kyle y sus miles de secuaces desencadenarían una guerra de vampiros jamás vista antes. En unos cuantos días exterminarían a todos los neoyorquinos.

Y entonces la ciudad les pertenecería. No sólo la parte subterránea, sino la de la superficie también. Sería el principio, la llamada para que todas las cofradías, de todas las ciudades, en todos los países, los imitaran. Estados Unidos sería suyo en unas cuantas semanas, o incluso el mundo entero. Y Kyle habriá sido el instigador. Lo recordarían como aquél que sacó a la raza de los vampiros del mundo subterráneo para siempre.

Por supuesto que encontrarían la manera de explotar a los humanos que quedaran vivos. Podrían esclavizarlos y almacenarlos en enormes granjas de cultivo; a Kyle le encantaba la idea. Se aseguraría de engordarlos para que, cada vez que a su raza le dieran ganas de comer, contaran con una infinita variedad de alimentos para elegir. Comida madura. Sí, los humanos servían para ser esclavos, y si se les criaba de la manera adecuada, también podían convertirse en un exquisito alimento.

Kyle salivó sólo de imaginarlo. Le esperaban grandes tiempos, y ahora, nada se interpondría en su camino.

Nada, excepto la maldita Cofradía Blanca que se resguardaba bajo Los Claustros. Sí, esos vampiros iban a ser un dolor de cabeza, pero no tendría que ser algo irremediable. Bastaría con encontrar a esa horrible chica, Caitlin; y a Caleb, el traidor renegado. Ellos lo conducirían hasta la espada. Entonces, la Cofradía Blanca quedaría desprotegida y ya nada le impediría destruirla.

Kyle se encendió de furia cuando pensó en aquella estúpida muchachita que se había logrado escapar y lo había dejado en ridículo.

Dio la vuelta en Wall Street, y un transeúnte, un hombre fornido y vestido con un elegante traje, tuvo la mala suerte de toparse con él. Cuando sus caminos se cruzaron, Kyle empujó al peatón en el hombro con toda su fuerza. El hombre cayó un par de metros hacia atrás y se estrelló contra una pared.

Molesto, el hombre gritó:

—Oye, ¿cuál es tu problema?

Pero Kyle lo miró con desprecio y eso bastó para que cambiara su actitud. A pesar de su tamaño, se dio vuelta con rapidez y siguió caminando. Buena decisión.

Haber empujado a aquel hombre hizo que Kyle se sintiera un poco mejor; sin embargo, seguía colérico. Atraparía a la chica y la mataría poco a poco.

Pero aún no había llegado el momento. Primero tenía que aclarar su mente y atender asuntos más importantes; como ir al embarcadero y recibir el cargamento.

Sí. Respiró hondo y, poco a poco, volvió a sonreír. Su pedido estaba a unas cuantas cuadras de distancia.

Sería como su regalo de Navidad.

CINCO

Sam despertó con una espantosa jaqueca. Abrió un ojo y se dio cuenta de que se había quedado dormido en el suelo del establo, sobre la paja. Hacía frío; ninguno de sus amigos se había tomado la molestia de atizar el fuego la noche anterior porque todos estaban demasiado drogados.

Lo peor era que el lugar seguía dando vueltas. Sam levantó la cabeza, se sacó un trozo de paja de la boca y sintió un espantoso dolor en las sienes. Se había quedado dormido en una mala posición, y ahora el cuello le dolía al moverlo. Se talló los ojos para tratar de quitarse las lagañas, pero no fue sencillo. Realmente se le había pasado la mano la noche anterior. Se acordaba de la pipa de agua. Luego, de que había bebido cerveza; licor de whiskey. Y luego, más cerveza. Después vomitó. Fumó un poco más de mota para estabilizarse, y entonces, perdió el conocimiento en algún momento de la noche. A qué hora o en dónde, era algo que no podía recordar.

Tenía náuseas pero estaba hambriento al mismo tiempo. Le daba la impresión de que podría comerse una pila de hot-cakes y una docena de huevos; pero también, de que vomitaría en cuanto terminara de ingerirlos. De hecho, en ese momento supo que estaba a punto de vomitar otra vez.

Trató de poner en orden los detalles que recordaba del día anterior. Había visto a Caitlin, eso era indiscutible. En realidad, eso era lo que lo había vuelto loco. Verla ahí. Verla someter a Jimbo de esa manera. El perro. ¿Qué diablos había sucedido? ¿Todo eso pasó en verdad?

Volteó y vio el agujero en la pared lateral; por ahí había pasado el perro. Sintió de pronto un escalofrío y se dio cuenta de que todo había sido real, sólo que no sabía cómo explicarlo. ¿Y quién era ese tipo que la acompañaba? Aunque estaba demasiado pálido, podría pasar por apoyador de la NFL. Parecía como acabado de salir de Matrix. Ni siquiera había podido calcular su edad. Lo más raro de todo era que tenía la sensación de que lo conocía de algún lugar.

Miró alrededor y vio a todos sus amigos. Se habían quedado inconscientes en distintas posiciones y la mayoría roncaba. Recogió su reloj del suelo y vio que eran las once de la mañana. Seguirían durmiendo por un buen rato.

Luego atravesó el establo y tomó una botella de agua. Estaba a punto de beber cuando se fijó bien y se dio cuenta de que estaba llena de colillas de cigarro. Asqueado, la dejó donde la había encontrado y buscó otra. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver en el piso una jarra de agua medio vacía. La recogió y bebió de ella. No se detuvo hasta que casi se la acababa.

Tenía la garganta muy reseca y el agua lo hizo sentir mejor. Respiró hondo y se tocó una sien con la mano. El establo seguía girando, y además, apestaba. Tenía que salir de ahí.

Sam caminó hasta la puerta y la deslizó para abrirla. El frío aire de la mañana era muy agradable, y por fortuna, el cielo estaba nublado. Aunque no lo suficiente: tuvo que entrecerrar los ojos. El clima no pintaba tan mal; nevaba otra vez. Increíble. Más nieve.

A Sam le fascinaba la nieve, en especial, cuando le daba un buen pretexto para no ir a la escuela. Recordó cuando iba con Caitlin a la cima de la colina y juntos se deslizaban en tobogán casi todo el día.

Pero en la actualidad, casi nunca iba a clases, así que la nieve ya no hacía una gran diferencia. Más bien se había convertido en un tremendo inconveniente.

Metió la mano a su bolsillo y sacó una cajetilla de cigarros arrugada. Se puso uno en la boca y lo encendió.

Sabía que no debía fumar, pero todos sus amigos lo hacían y la presión sobre él era demasiada. Después de un tiempo, dijo, ¿por qué no? Así que comenzó a hacerlo unas semanas antes; ahora hasta había empezado a gustarle. Tosía mucho más y ya le dolía el pecho, pero pensaba, ¿y qué diablos? Sabía que lo mataría, pero de cualquier manera, no se veía viviendo muchos años. Nunca lo hizo. Por alguna razón, la noción de que no duraría más de veinte años, siempre le había rondado la cabeza.

Sus pensamientos comenzaban a aclararse, así que volvió a recordar el día anterior. Caitlin. Se sentía mal por lo que había sucedido con ella, muy mal. En verdad la quería, y mucho. Había ido hasta allá a verlo. ¿Pero por qué siempre le hacía preguntas sobre su padre? ¿O lo habría imaginado?

También le costaba trabajo creer que ella estuviera ahí. Tal vez su madre había armado un escándalo cuando Caitlin también se fue de la casa. Era lo más seguro. Apostaría a que, en ese preciso momento, también estaba haciendo alharaca. Tal vez hasta los estaba buscando a los dos. Pero, por otra parte, quizás no. ¿A quién le importaba? Los había obligado a mudarse tantas veces…

Pero Caitlin. Ella era diferente. No debió haberla tratado de esa forma; debió ser más amable. El problema era que había estado demasiado drogado en ese momento; de cualquier manera, estaba arrepentido. En el fondo deseaba que las cosas volvieran a ser como antes, sin importar lo que eso significara; y Caitlin representaba para él, lo más cercano a la normalidad que había conocido.

¿Por qué habría vuelto? ¿Se habría mudado a Oakville? Eso sería increíble; tal vez podrían encontrar un lugar para vivir juntos. Sí, entre más pensaba Sam en ello, más le agradaba la idea. Quería hablar con ella.

Sam sacó el celular de prisa y vio una luz roja parpadeando. Oprimió el botón y se dio cuenta que tenía un mensaje nuevo en Facebook. Era de Caitlin; estaba en el viejo establo.

Perfecto, iría de inmediato.

Sam se estacionó y caminó por el terreno hacia el viejo establo. El “viejo establo”; eso era lo único que tenían que decir porque ambos sabían a qué se referían. Era el lugar a donde siempre iban cuando vivían en Oakville. Estaba en la parte trasera de una propiedad en donde había una casa vacía que había estado a la venta durante muchos años. La casa siempre estuvo ahí, desocupada. Pedían demasiado dinero por ella; y por lo que él y Caitlin sabían, nunca había ido alguien a verla.

En la parte trasera de la propiedad, muy al fondo, estaba aquel increíble establo. Ahí solo, completamente disponible. Sam lo descubrió un día y se lo enseñó a Caitlin; a ninguno de los dos le pareció que pasar tiempo ahí causaría algún daño. Además, ambos odiaban la diminuta casa rodante en donde se sentían atrapados con su madre. Una noche se desvelaron hablando y asando malvaviscos en la increíble chimenea del establo; luego, se quedaron dormidos ahí. Después de eso, visitaban el lugar cada vez que podían, en especial cuando su situación se tornaba demasiado pesada en la casa rodante. Al menos le estaban dando algún uso a aquel espacio; después de varios meses, comenzaron a sentir que era el hogar que les pertenecía.

Sam iba dando saltitos por la emoción de volver a ver a Caitlin. Ya casi no le dolía la cabeza gracias al vaso grande de café de Dunkin’ Donuts que se había bebido en el camino. Sabía que no debería manejar porque apenas tenía quince, pero sólo le faltaban un par de años para obtener su licencia y prefería no esperar. Además sabía conducir bien y nunca lo habían detenido. Así que, ¿para qué esperar? Sus amigos le prestaban la camioneta, y para él, bastaba con eso.

Cuando estuvo más cerca del establo, se preguntó si aquel grandulón estaría con ella. Había algo en él que Sam no lograba identificar; y tampoco entendía qué hacía con Caitlin. ¿Serían novios? Ella siempre le contaba todo, ¿cómo era posible que no se lo hubiera mencionado antes?

¿Y por qué estaría ella de repente preguntando acerca de su padre? Sam estaba muy molesto consigo mismo porque, en realidad, sí tenía noticias sobre él. Fue algo que sucedió unos días antes. Por fin obtuvo respuesta de una de las solicitudes que envió en Facebook. Era su padre, en verdad era él. Decía que los extrañaba y que quería verlos. Finalmente, después de todos esos años. Sam le respondió de inmediato y ya habían comenzado a comunicarse otra vez. Su padre quería verlo; a ambos. ¿Por qué no le había dicho eso a Caitlin? Bueno, lo haría ahora.

En su trayecto al establo, escuchó la nieve crujir al pisarla con las botas. Caía por montones del cielo y eso alegró de nuevo. Teniendo a Caitlin cerca, las cosas incluso podrían volver a la normalidad.

Tal vez ella había llegado cuando él estaba más confundido porque ése era el momento adecuado, porque quizá lo ayudaría a salir del bache. Caitlin sabía hacer esas cosas; ésta tal vez era una nueva oportunidad para él.

 

Metió la mano en el bolsillo para sacar otro cigarro, pero se detuvo. Tal vez las cosas comenzarían a cambiar.

Estrujó la cajetilla y la arrojó al césped. No la necesitaba, él podía ser más fuerte que el vicio.

Abrió la puerta del establo; estaba listo para sorprender a Caitlin y darle un fuerte abrazo. Le ofrecería disculpas. Ella también estaría arrepentida, y entonces, todo volvería a ser maravilloso otra vez.

Pero no había nadie en el establo.

—¿Hola? —gritó Sam a pesar de que sabía que no obtendría una respuesta.

Se dio cuenta de que las cenizas en la chimenea estaban feneciendo. Lo más seguro era que hubieran apagado el fuego horas antes. Entonces vio que no había indicios de que aún se estuviera quedando alguien ahí. Caitlin se había ido; probablemente con aquel tipo. ¿Por qué no lo esperó? ¿Por qué no le dio una oportunidad? ¿Por lo menos unas cuantas horas?

Sam sentía como si acabaran de golpearlo en el vientre con toda la fuerza posible. Su propia hermana. Hasta a ella había dejado de importarle.

Tuvo que sentarse un momento. Lo hizo sobre una pila de paja y apoyó la cabeza en sus manos; la jaqueca estaba volviendo. Caitlin lo había hecho, en serio. Se fue. ¿Se habría ido para siempre? Muy dentro de sí, Sam sabía que así era.

Respiró hondo. Muy bien.

Algo en su interior se endureció. Estaba solo, pero eso sabía manejarlo. Además, no necesitaba de nadie.

—Hola.

Era una hermosa y dulce voz femenina.

Sam levantó la cabeza con la esperanza de que fuera Caitlin pero en el fondo, tenía claro que no se trataba de ella, lo supo en cuanto escuchó su voz. Ésta era la voz más hermosa que jamás había oído.

En la entrada al establo había una chica recargada contra la pared en una actitud muy casual. Guau, era asombrosa. Tenía los ojos verdes, y largo y ondulado cabello rojo. Su cuerpo era perfecto y parecía de la misma edad que él; tal vez era unos cuantos años mayor. Guau, esa chica estaba que ardía.

Sam se levantó.

Le costaba trabajo creerlo, pero por su mirada, le pareció que estaba coqueteando con él, como si en verdad le gustara. Nunca antes una chica lo había mirado de esa forma. Estaba anonadado.

—Soy Samantha —dijo con dulzura y luego dio unos pasos con el brazo extendido.

Sam también se acercó y estrechó su mano. Su piel era muy suave.

¿Estaría soñando? ¿Qué hacía aquella chica ahí, en medio de la nada?, ¿cómo llegó hasta allá? Él ni siquiera había escuchado un coche estacionarse o a alguien caminando hasta el establo. Además, él acababa de llegar. Era totalmente incomprensible.

—Yo… soy Sam —dijo él.

La chica le brindó una enorme sonrisa que reveló sus perfectos y blancos dientes. Era increíble. Cuando lo miró de frente, a Sam se le doblaron las rodillas.

—Sam; Samantha —dijo ella—, me gusta cómo suena.

Él seguía contemplándola sin palabras.

—Te vi por aquí y pensé que tal vez tendrías frío —agregó— ¿Quieres pasar?

Sam se esforzó en pensar, pero no sabía de qué estaba hablando la chica.

—¿Pasar?

—Sí, a la casa —dijo ella con una sonrisa todavía más amplia. Se lo dijo como si se tratara de lo más obvio del mundo—. Ya sabes, ¿la que tiene paredes y ventanas?

Sam trataba de entender a qué se refería. ¿Lo estaba invitando a la casa?, ¿a la que estaba a la venta?, ¿por qué habría de hacer tal cosa?

—Acabo de comprarla —dijo ella como para dar respuesta a sus cuestionamientos—. Todavía no he tenido tiempo de quitar el letrero de “Se vende” —añadió la chica.

Sam estaba conmocionado.

—¿Tú compraste la casa?

Ella se alzó de hombros.

—Tenía que vivir en algún lugar. Voy a la preparatoria Oakville. Estoy en último año.

Guau. Eso lo explicaba todo.

Entonces asistía a Oakville y estaba en último año. Tal vez debería volver a la escuela. Diablos, ¡claro que sí! Si ella estaba ahí, ¿por qué no?

—Ajá. Sí, por supuesto —dijo, con el tono más casual que pudo—. Creo que… me encantaría conocer tu casa.

Salieron juntos del establo y se dirigieron a la construcción principal. En el camino, Sam pasó por donde había tirado la cajetilla de cigarros. Se agachó y los levantó. Si Caitlin se había ido, ¿a quién le importaba?

—Entonces, tú… ¿eres nueva aquí? —preguntó Sam.

Sabía que era una pregunta estúpida porque ella ya le había dicho que sí. Pero no tenía nada más de qué hablar. Nunca había sido bueno para las conversaciones.

Ella sólo sonrió.

—Algo así.

—¿Y por qué aquí? —añadió Sam— Es decir, no quiero ser irrespetuoso, pero este pueblo es una porquería.

—Es una larga historia —dijo ella con un aire de misterio.

Entonces Sam cayó en cuenta de algo.

—Vaya, espera un minuto. Tú… acabas de decir que… compraste la casa? O sea, ¿tú la compraste? ¿No te referías a tus padres?

—No. Estaba hablando de mí. Es decir, yo —respondió—. La compré yo misma.

Sam todavía no lo entendía. No quería sonar como idiota pero era necesario que resolviera sus dudas.

—Entonces, ¿la casa es sólo para ti? ¿Y tus padres…

—Mis padres murieron —explicó ella—. La compré yo misma; para mí. Ya tengo dieciocho años y soy adulta. Puedo hacer lo que quiera.

—Guau —dijo Sam, genuinamente impresionado—. Eso es súper cool. Toda la casa para ti sola. Vaya; es decir, lamento lo de tus padres, pero… es que yo… no conozco a nadie así. O sea, no conozco a nadie que tenga su propia casa a nuestra edad.

Ella lo miró y le sonrió.

—Ya te darás cuenta de que estoy llena de sorpresas.

La chica abrió la puerta y lo vio entrar muy entusiasmado.

Era tan sencillo dirigirlo.

Samantha se chupó los labios, y la tosquedad del hambre surgió por sus dientes frontales.

Eso iba a ser mucho más sencillo de lo que había imaginado.

Bepul matn qismi tugadi. Ko'proq o'qishini xohlaysizmi?