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DOS

Caitlin deslizó la puerta del establo y entrecerró los ojos para ver al mundo cubierto de nieve. La blanca luz del sol se reflejaba en todo. Se cubrió los ojos con las manos porque sintió un dolor que jamás había experimentado antes. La luz la estaba matando.

Caleb salió y se paró a su lado. Estaba terminando de cubrir sus brazos y cuello con un material muy ligero. Se parecía al plástico con el que se envuelven los alimentos, pero en este caso, la textura parecía disolverse al contacto con su piel. Era imposible asegurar que hubiera algo ahí.

—¿Qué es eso?

—Cubierta de piel —le dijo mientras continuaba envolviéndose los brazos y hombros—. Es lo que nos permite salir durante el día. Si no la tuviéramos, nos quemaríamos— Volteó a ver a Caitlin—. Pero tú no la necesitas… aún.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.

—Créeme —contestó con una sonrisa—, ya nos habríamos dado cuenta.

Luego metió la mano a su bolsillo y sacó un frasquito de gotas. Se echó hacia atrás y se puso varias en cada ojo. Volteó y la miró.

Seguramente se dio cuenta de que a ella le dolían los ojos porque, con mucho cuidado le puso la mano en la frente y presionó hacia atrás.

—Reclínate —le dijo.

Ella se hizo hacia atrás.

—Abre los ojos.

Cuando Caitlin los abrió, él dejó caer una gota en cada ojo.

Le quemaron horriblemente. Cerró los párpados y bajó la cabeza.

—¡Ay! —se quejó y continuó tallándose—. Si estás molesto conmigo, mejor sólo dímelo.

Caleb sonrió.

—Lo siento. Al principio queman, pero ya te acostumbrarás. En unos segundos perderás la sensibilidad y dejará de doler.

Caitlin parpadeó y siguió tallándose. Después de un rato miró hacia arriba y volvió a sentirse bien. Tenía razón, el dolor había desaparecido.

—Si no hay alguna razón de peso, la mayoría de los vampiros no se atreve a salir durante el día. Somos más vulnerables que en la noche. El problema es que a veces es necesario hacerlo.

Volvió a mirarla.

—¿Queda muy lejos la escuela de Sam? —preguntó Caleb.

—Sólo tenemos que caminar un poco —contestó ella al mismo tiempo que lo tomaba del brazo y lo conducía por el césped cubierto de nieve—. Es la preparatoria Oakville. Yo también estudiaba ahí hasta hace unas semanas. Alguno de mis amigos debe saber en dónde se encuentra Sam.

*

La preparatoria Oakville lucía exactamente como Caitlin la recordaba. Parecía un sueño estar de vuelta. Al ver el edificio sintió como si sólo hubiera tomado unas breves vacaciones y ahora estuviera regresando a su vida normal. Por un segundo, incluso creyó que todo lo que había sucedido en las semanas recientes, era tan sólo parte de un sueño demencial. Se permitió fantasear y creer que todo estaba volviendo a la normalidad, que todo sería igual otra vez. Era una sensación agradable.

Pero cuando giró y vio a Caleb, supo que todo había cambiado, y si acaso había algo más irreal que volver a su pueblo, era haberlo hecho con Caleb a su lado. Entraría a su antigua escuela acompañada de un hombre guapo de más de más de un metro ochenta, con hombros amplios y vestido completamente de negro. El cuello alto de su gabardina negra le cubría el cuello y se escondía un poco detrás de su largo cabello. Parecía recién salido de la portada de alguna de esas populares revistas para adolescentes.

Caitlin imaginó la reacción que tendrían las otras chicas cuando la vieran con él y sonrió. Nunca había sido muy popular que digamos y los chicos jamás le prestaron mucha atención. Tampoco podía decir que fuera una marginada porque, en realidad, tenía varios buenos amigos. En general, nunca fue el alma de las fiestas; supuso que le gustaba permanecer en un punto medio. Por otra parte, recordaba que algunas de las chicas más populares la habían despreciado. Eran de aquellas que siempre andan en grupo, que caminan por los pasillos con su naricita respingada e ignoran a cualquiera que no sea tan perfecto como ellas. Tal vez ahora, la notarían.

Caitlin y Caleb subieron por las escaleras y cruzaron las amplias puertas de vaivén que estaban a la entrada de la escuela. Ella miró el enorme reloj. 8:30. Perfecto. Los estudiantes estaban a punto de salir de la primera clase y comenzarían a llenar los pasillos en cualquier momento. Eso les ayudaría a pasar un poco desapercibidos, y así, ella no tendría que preocuparse por la seguridad o por conseguir un pase.

La campana sonó a tiempo, y en unos segundos, los pasillos comenzaron a llenarse.

Lo bueno de Oakville era que no se parecía en nada a la espantosa preparatoria de Nueva York. Aquí, aunque los pasillos estuvieran llenos de gente, siempre quedaba bastante espacio para maniobrar. En todas las paredes había grandes ventanales que permitían ver el cielo y dejaban entrar la luz. Además, había árboles en casi todos lados. Eso era casi todo lo que bastaba para extrañarla. Casi.

Pero Caitlin ya estaba harta de la escuela. Técnicamente le faltaban sólo unos cuantos meses para graduarse, pero le parecía obvio que, en las semanas recientes, su educación había sido mucho más intensa de lo que habría sido si se hubiera quedado sentada unos meses más a esperar que le dieran un certificado. Le encantaba aprender, pero la idea de no volver nunca más a la escuela, le agradaba todavía más.

Caminaron por el pasillo y Caitlin trató de detectar algún rostro conocido. Sin embargo casi todos los estudiantes eran de los primeros grados y le fue imposible encontrar a alguno de los muchachos mayores. Por otra parte, le sorprendió ver la reacción de todas las chicas: prácticamente todas voltearon a ver a Caleb, y ninguna hizo el intento de ocultar su interés o, siquiera, de mirar en otra dirección. Era increíble. Era como si paseara con Justin Bieber por la escuela.

En ese momento, Caitlin volteó hacia atrás y se dio cuenta de que todas las chicas se habían detenido y no dejaban de contemplar a su acompañante. Algunas incluso murmuraban entre ellas.

Volteó de nuevo para verlo a él y se preguntó si se habría dado cuenta. De ser así, no mostraba ninguna señal y, además, parecía no importarle.

—¿Caitlin? —se escuchó la voz de una chica evidentemente conmocionada.

Caitlin volteó y vio a Luisa. Era una chica que había sido su amiga antes de que se mudara.

—¡Oh, Dios mío! —añadió Luisa con emoción y se arrojó con los brazos abiertos para darle un gran abrazo. Antes de que Caitlin pudiera reaccionar, ya tenía a su vieja amiga encima y tuvo que corresponder el gesto. Era agradable ver un rostro conocido.

—¿Qué te pasó? —le preguntó Luisa hablando a toda velocidad. Su acento latino se hizo evidente; había llegado de Puerto Rico apenas unos años antes.

—¡Estoy muy confundida! ¿No te habías mudado? Te envié mensajes de textos y correos electrónicos pero nunca me respondiste.

—Lo lamento —dijo Caitlin—. Perdí mi teléfono y no he tenido la oportunidad de usar una computadora, y además...

Luisa no estaba escuchando. Acababa de notar a Caleb y se había quedado contemplándolo embelesada. Estaba boquiabierta.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó al fin, casi en un murmullo. Caitlin sonrió; jamás había visto tan nerviosa a su amiga.

—Luisa, te presento a Caleb —dijo.

—Es un placer —agregó Caleb sonriendo con la mano extendida.

Luisa sólo continuó mirándolo. Levantó la mano poco a poco; estaba aturdida y, obviamente, demasiado sorprendida para hablar.

Miró a su amiga sin comprender cómo había podido ligarse a un chico así. La veía de una manera distinta, casi como si no la reconociera.

—Um... —comenzó Luisa a decir con los ojos bien abiertos— um... y... como que... y ustedes, eh, ¿dónde se conocieron?

Caitlin se quedó pensando un momento cómo respondería a esa pregunta. Imaginó que le decía a Luisa toda la verdad, y la mera idea la hizo sonreír. No, no funcionaría.

—Nos conocimos después de un concierto —dijo Caitlin.

De cierta forma era verdad.

—Ay, Dios mío, ¿cuál concierto?, ¿en la ciudad?, ¡¿el de los Black Eyed Peas?! —preguntó con premura— ¡Qué envidia! ¡Me muero por verlos!

Caitlin sonrió al imaginar a Caleb en un concierto de rock. Por alguna razón le parecía imposible que eso llegara a suceder.

—No... no exactamente —añadió Caitlin—. Escucha, Luisa, disculpa que te interrumpa pero tengo poco tiempo. Necesito saber en dónde está Sam. ¿Lo has visto?

—Por supuesto, todo mundo lo ha visto. Volvió la semana pasada; se veía muy raro. Le pregunté en dónde estabas y cuáles eran sus planes, pero no me dijo nada. Tal vez se está quedando en ese establo que tanto le gusta.

—No, no está ahí —dijo Caitlin—. Ya fuimos a buscarlo.

—¿En serio? Lo siento, entonces no sé. Como está en otro grado, en realidad casi no nos vemos. ¿Ya trataste de enviarle un correo? Siempre está en Facebook.

—Es que no tengo mi teléfono —comenzó a explicar Caitlin.

—Toma el mío —la interrumpió Luisa. Y antes de que terminara la frase, la chica le había puesto el celular a Caitlin en la mano.

—Ya está abierto Facebook, sólo ingresa y envía el mensaje.

Claro, pensó Caitlin. ¿Por qué no se me ocurrió eso antes?

Entró a Facebook, escribió el nombre de usuario de Sam en el campo de búsqueda, fue a su perfil y eligió el botón para enviar mensajes. Al principio vaciló porque no sabía exactamente qué escribir, pero luego, comenzó. “Sam, soy yo, estoy en el establo, ven a buscarme de inmediato.

Pulsó Enviar y le devolvió el celular a Luisa.

Entonces escuchó barullo y volteó.

Un grupo de las chicas más populares del último grado venían caminando por el pasillo directamente hacia ellos. Todas murmuraban y no dejaban de ver a Caleb.

 

Caitlin sintió que la embargaba una nueva emoción: celos. En los ojos de aquellas chicas que nunca antes le habían prestado atención, podía ver que ahora estarían encantadas de robarle a Caleb en un instante. Eran el tipo de mujeres que podía influir sobre cualquiera en la escuela; sabían que podían tener a cualquier muchacho que desearan. No importaba si ya andaba con alguien o no. Lo único que te quedaba por hacer era cruzar los dedos para que no se fijaran en tu novio.

Y ahora, todas tenían la mirada fija en Caleb.

Caitlin esperaba, no, más bien pedía al cielo que Caleb fuera inmune a sus poderes; que siguiera interesado en ella. Pero mientras más lo pensaba, más dudaba que lo hiciera. Ella era común y corriente, así que, ¿por qué habría de quedarse a su lado, cuando chicas como aquellas se morían por tenerlo?

Oró en silencio para que el grupito se siguiera de largo, por una vez en la vida.

Pero, claro, no fue así. El corazón le palpitó con fuerza cuando se detuvieron y se dirigieron a ellos.

—Hola, Caitlin —le dijo una de las chicas con un falso tono amistoso.

Tiffany. Alta, cabello lacio y rubio, ojos azules, delgada como popote. Vestida con ropa de diseñador de pies a cabeza.

—¿Quién es tu amigo?

—Caitlin no sabía qué decir. Tiffany y sus amigas nunca le habían dirigido la palabra; antes, ni siquiera volteaban a verla. Le impactó darse cuenta de que sabían de su existencia y hasta conocían su nombre. Y ahora, querían entablar una conversación. Por supuesto, sabía bien que no tenía nada que ver con ella. Querían a Caleb. Lo suficiente para descender de sus tronos y hablar con ella.

Y eso no le daba buena espina.

Seguramente Caleb se dio cuenta de la incomodidad de Caitlin porque se acercó más a ella y la abrazó.

Jamás se había sentido tan agradecida con alguien por tener un gesto así.

Armada de una confianza recién descubierta, Caitlin habló.

—Caleb —dijo respondiendo a la pregunta de Tiffany.

—Y... ¿qué están haciendo por aquí, chicos? —preguntó otra de ellas. Era Bunny, la versión morena de Tiffany—. Pensé que te habías ido o algo así.

—Pues ya regresé —añadió Caitlin.

—¿Entonces tú, eres nuevo aquí? —le preguntó Tiffany a Caleb— ¿Estás en último año?

Él sonrió.

—Sí, soy nuevo aquí —respondió con algo de misterio.

Los ojos de Tiffany se iluminaron porque creyó que Caleb se refería a la escuela.

—Genial —dijo—. Esta noche habrá una fiesta; tal vez quieras venir. Es en mi casa. Sólo será una reunión entre amigos y nos encantaría que fueras. Y... eh, bueno, supongo que tú también estás invitada —dijo Tiffany mirando a Caitlin, quien sintió cómo crecía la furia en su interior.

—Les agradezco la invitación, señoritas —dijo Caleb—, pero temo informarles que Caitlin y yo ya tenemos un compromiso muy importante para esta noche.

El corazón de Caitlin estaba a punto de estallar.

Victoria.

Nunca antes se sintió tan validada como cuando vio que la ilusión en el rostro de las chicas se desplomaba; una por una, como fichas de dominó.

Entonces, todas respingaron la nariz y se escabulleron.

Caitlin, Caleb y Luisa se quedaron solos. Caitlin pudo respirar al fin.

—¡Dios mío! —dijo Luisa— Esas chicas no le hablan a nadie que no consideren de su nivel y tampoco invitan a cualquiera a sus fiestas.

—Lo sé —dijo Caitlin, quien todavía no se recuperaba del impacto.

—¡Caitlin! —dijo de repente Luisa jalándola del brazo— Acabo de recordar. Susan; ella mencionó algo sobre Sam la semana pasada. Dijo que se estaba quedando con la familia Coleman. Lo siento, acabo de recordarlo, tal vez te sea de ayuda.

Con los Coleman, claro, ahí lo encontraría.

—Además —continuó Luisa apresuradamente—esta noche nos vamos a reunir todos en la casa de los Frank. ¡Tienes que venir! Te extrañamos mucho. Ah, y por supuesto, lleva a Caleb; va a ser una fiesta genial y asistirá la mitad del grupo. Tienes que estar ahí.

—Pues… no lo sé.

La campana volvió a sonar.

—¡Debo irme! Me da mucho gusto que hayas vuelto; te quiero. Llámame, ¡Bye! —dijo Luisa; luego se despidió de Caleb, dio la vuelta y se fue corriendo por el pasillo.

Caitlin se dio el lujo de imaginar que volvía a su vida normal, que salía con todos sus amigos, iba a fiestas, estudiaba en la escuela como siempre, y estaba a punto de graduarse. Le gustaba esa sensación. Durante un momento se esforzó mucho por sacar de su mente todos los sucesos de la semana anterior. Imaginó que nada había sucedido.

Pero luego volteó y vio a Caleb, y entonces, la realidad volvió a apoderarse de ella. Su vida había cambiado para siempre y nunca podría ser igual de nuevo. Era algo que, sencillamente, tendría que aceptar.

Y eso, sin mencionar el hecho de que había asesinado a alguien, que la policía la buscaba y que sólo era cuestión de tiempo antes de que la atraparan en algún lugar. O el hecho de que una raza completa de vampiros la estaba cazando para matarla. O que la espada que buscaba podría salvar a muchas personas.

Definitivamente la vida ya no era lo que solía ser y nunca habría marcha atrás. La única opción que le quedaba era aceptar su realidad del presente.

Caitlin tomó del brazo a Caleb y lo condujo hasta las puertas del frente. Los Coleman. Sabía dónde vivían, y además, era lógico que Sam estuviera quedándose con ellos. Si no estaba en la escuela en ese momento, probablemente estaría en la casa de aquella familia. Ahí era adonde tendrían que ir a buscar a su hermano.

Salieron de la escuela y percibieron de inmediato el aire fresco. Caitlin se maravilló de lo bien que se sentía salir caminando de la preparatoria una vez más, y esta vez, para siempre.

*

Caitlin y Caleb atravesaron el jardín de los Coleman; la nieve crujía bajo sus pies. La casa no era muy imponente; en realidad, era un modesto rancho junto a una carretera rural. Pero detrás de la construcción principal, al fondo de la propiedad, había un establo. Sobre el césped, Caitlin vio estacionadas en desorden varias camionetas viejas, así como huellas en el hielo y la nieve; entonces supo que, poco antes, hubo mucho movimiento para entrar al establo.

Eso era lo que hacían los chicos en Oakville: pasaban el rato en los establos de otras familias. Oakville era una comunidad rural pero también suburbana, lo cual les brindaba a los jóvenes la oportunidad de quedarse en algún lugar suficientemente alejado de la casa de sus padres para que estos no se enteraran o no les importara lo que sus hijos hacían. El establo era mucho mejor que ocultarse en un sótano porque, además, tus padres no se enteraban de nada, y tenías tu propia entrada. Y salida.

Caitlin respiró hondo, se dirigió al establo y deslizó la pesada puerta de madera.

Lo primero que percibió fue el olor. Era mariguana. Las nubes de humo cubrían el aire.

A eso, había que sumar el aroma a cerveza rancia. Demasiada.

Pero lo que más le impactó, fue el hedor que percibió de un animal. Sus sentidos se habían desarrollado tanto, que la presencia del aquel ser, los invadió por completo. Fue como si hubiera inhalado amoniaco.

Caitlin volteó a su lado derecho y enfocó la mirada. En la esquina había un Rottweiler grande que se sentó lentamente, la miró y le gruñó. El gruñido se tornó en un grave sonido gutural. Ahora lo recordaba. Era Butch, el nefasto perro de los Coleman. Como si una familia así de desastrosa, necesitara un siniestro animal que se sumara a la foto.

Los Coleman siempre habían sido problemáticos. Eran tres hermanos de 17, 15 y 13 años. En algún momento, Sam se había hecho amigo de Gabe, el hermano de en medio. Cada uno era peor que el siguiente. Su padre los había abandonado tiempo atrás para irse Dios sabe a dónde. Su madre nunca los cuidaba. Se podría decir que se criaron solos. A pesar de sus edades, siempre estaban borrachos, drogados o de pinta.

A Caitlin le molestaba que Sam se juntara con ellos; era una amistad que no podría aportarle nada bueno.

Se escuchaba música en el fondo. Era Pink Floyd. Wish You Were Here.

Gente, pensó Caitlin.

A pesar de que afuera era un día muy lindo, dentro del establo estaba muy oscuro. Le llevó algo de tiempo acostumbrarse a la poca luz.

Ahí estaba Sam, sentado en medio de un sofá viejo y rodeado de unos doce muchachos. Tenía a Gabe de un lado y a Brock del otro.

Estaba agachado sobre una pipa de agua. Estaba terminando de inhalar; soltó la pipa, se echó hacia atrás y contuvo el aliento para dar el golpe. Fue demasiado tiempo, al final, exhaló.

Gabe lo estaba filmando. Sam volteó hacia arriba y fijó la borrosa mirada en Caitlin. Tenía los ojos rojos.

Un espantoso dolor le atravesó el estómago a la chica. Eso iba más allá de la desilusión. Pensó que todo era su culpa y recordó la última vez que se vieron en Nueva York, el día que discutieron. Pensó en la brusquedad de sus últimas palabras: ¡Entonces vete!, le había gritado. ¿Por qué tenía que decir cosas así?, ¿por qué no había tenido la oportunidad de retractarse?

Ahora era demasiado tarde. Si hubiera elegido otras palabras, tal vez las cosas serían distintas en ese momento.

También estaba furiosa. Con los Coleman, con todos los chicos en aquel establo que estaban sentados en sofás viejos, sillas y pacas de heno; fumando y bebiendo, tirando sus vidas a la basura. Tenían la libertad de hacerlo, pero no de arrastrar a Sam con ellos. Él era mejor persona, sólo le había hecho falta una guía. Nunca tuvo una imagen paterna ni recibió amor de su madre. Era un gran chico y ella sabía que podría ser el mejor de su clase si tan sólo hubiera tenido la oportunidad de vivir en un hogar medianamente estable. Pero llegó a un punto del que ya no pudo volver. Todo había dejado de importarle.

Caitlin dio varios pasos hacia él.

—¿Sam? —preguntó.

Él la contempló sin decir una sola palabra.

Era difícil definir lo que había en su mirada. ¿Eran las drogas?, ¿estaba fingiendo indiferencia?, ¿o en verdad no le importaba nada?

La apatía en su rostro fue lo que la lastimó más que nada. Había imaginado que estaría feliz al verla, que se levantaría y le daría un gran abrazo. Pero no se esperaba nada de esto; de la indiferencia. Era como si fueran desconocidos. ¿Estaría actuando para verse cool frente a sus amigos?, ¿o tal vez ella lo había arruinado todo y para siempre?

Pasaron varios segundos y luego Sam desvió la mirada. Le pasó la pipa a uno de los otros muchachos os e ignoró a su hermana.

—¡Sam! —dijo Caitlin con más fuerza. Tenía las mejillas encendidas por el enojo— ¡Te estoy hablando!

Escuchó las risas de sus amigos los perdedores y sintió que la ira le invadía el cuerpo. También percibió algo nuevo dentro de sí; era un instinto animal. El enojo estaba llegando a tal punto de ebullición, que, en unos minutos más, sería incontrolable. Entonces le dio miedo pensar que estaba a punto de cruzar la línea. Ya no era algo humano sino animal.

Aquellos chicos eran muy corpulentos, pero el poder que ahora corría por sus venas le indicó que podría acabar con cualquiera de ellos en un instante. Le estaba costando demasiado trabajo contener la furia, pero esperaba tener la fuerza suficiente para hacerlo.

En ese momento, el Rottweiler contuvo el gruñido y comenzó a acercarse a ella poco a poco. Era como si hubiera sentido que algo se avecinaba.

Entonces Caitlin notó que alguien le tocaba el hombro con suavidad. Era Caleb; seguía ahí. Se había dado cuenta de que estaba punto de perder el control; era el instinto animal que existía entre ambos. Trató de apaciguarla, le dijo que se calmara, que contuviera sus deseos. Su presencia reconfortó a la chica, pero no fue fácil.

Sam volteó a verla. Había un aire de desafío en su mirada, seguía molesto. Era obvio.

—¿Qué quieres? —le preguntó con brusquedad.

—¿Por qué no estás en la escuela? —fue lo primero que ella se escuchó decir. No estaba segura de por qué lo había preguntado, en particular, habiendo tantas otras cosas que deseaba saber. Pero el instinto maternal surgió y eso fue lo único que se le ocurrió decir.

Más risitas. El enojo de Caitlin aumentó.

—¿Y a ti qué te importa? —contestó Sam— ¿Me dijiste que me fuera?

 

—Lo siento —dijo ella—, no quise hacerlo.

Le dio gusto tener la oportunidad de decirlo.

Pero eso no pareció convencerlo. Siguió mirándola.

—Sam, necesito hablar contigo en privado —agregó Caitlin.

Quería sacarlo de aquel ambiente y llevarlo a tomar aire fresco para estar solos, a algún lugar en donde pudieran hablar de verdad. No sólo quería saber sobre su padre, también quería hablar con él como solían hacerlo. Quería darle la noticia sobre la muerte de su madre. Con delicadeza.

Pero se dio cuenta de que las cosas no podrían ser así. Todo se desplomaba en una espiral interminable. La energía que había en aquel oscuro establo era demasiado maligna y violenta. Ella estaba a punto de perder el control porque, a pesar de la mano de Caleb, no sería capaz de contener lo que se estaba apoderando de su ser.

—Ya estoy instalado aquí —dijo Sam.

Una vez más, Caitlin escuchó las risas de los muchachos.

—¿Por qué no te relajas? —le preguntó uno de ellos— Estás demasiado tensa; ven, siéntate y date un toque.

El chico le ofreció la pipa de agua.

Ella volteó y lo fulminó con la mirada.

—¿Por qué no te metes esa pipa por el trasero? —dijo, rechinando los dientes.

Los demás interrumpieron la conversación con comentarios molestos.

—¡Auch, ZAPE! —gritó uno de ellos.

El muchacho que le había ofrecido la pipa era un tipo grande y musculoso a quien, Caitlin sabía, habían echado del equipo de futbol americano. Se puso de pie. Estaba rojo del coraje.

—¿Qué me dijiste, perra? —dijo.

Ella miró hacia arriba. Era mucho más alto de lo que recordaba; medía casi dos metros. Caleb estrujó su hombro, pero ella no sabía si era porque la instaba a conservar la calma o porque él también estaba alerta.

El ambiente del lugar se tensó muchísimo.

El Rottweiler se acercó más; ahora estaba a sólo unos treinta centímetros de distancia y gruñía como loco.

—Relájate, Jimbo —le dijo Sam al jugador de americano.

Ahí estaba Sam, el protector. A pesar de todo, la protegía a ella.

—Caitlin es como un dolor de muelas pero estoy seguro de que no quiso decir eso. Además, no deja de ser mi hermana. Sólo cálmate.

—¡Claro que quise decir eso! —gritó Caitlin, más enojada que nunca— ¿Ustedes creen que son muy cool porque drogaron a mi hermano? Son sólo un montón de perdedores que no se dirige a ningún lado. Si quieren echar a perder sus vidas, adelante, ¡pero no involucren a Sam!

Como si fuera posible, Jim se enojó aún más y dio unos cuantos pasos amenazantes hacia ella.

—Vaya, vean quién es. La señorita maestra, señorita mamá que vino a decirnos qué hacer.

Se escuchó un coro de risas.

—¡Por qué tú y tu noviecito de juguete no vienen aquí a darme mi merecido?

Jimbo dio un paso más y empujó a Caitlin con su enorme mano que más bien parecía pata de felino.

Mala idea.

La ira estalló dentro de la chica y le fue imposible controlarla. En cuanto Jimbo la tocó, ella se movió a toda velocidad, lo sujetó de la muñeca y se la torció hacia atrás. Sólo se escuchó un escandaloso crujido, como si se la hubiera fracturado.

Luego, Caitlin lo giro, le puso la muñeca en lo alto de la espalda, y lo empujó de cara hasta el suelo.

En menos de un segundo, estaba tirado bocabajo sobre la tierra, y sin poder incorporarse. Ella dio un paso, le puso el pie en el cuello y lo mantuvo pegado al suelo con firmeza.

El chico gritó de dolor.

—¡Dios mío, mi muñeca, mi muñeca! ¡Maldita perra! ¡Me rompió la muñeca!

Sam se puso de pie como todos los demás y miró impactado a Jimbo. No lo podía creer. No tenía idea de cómo, su hermanita, había podido someter de esa forma a un tipo tan grande.

—Ofréceme una disculpa —le gruñó Caitlin a Jimbo. A ella misma le asustaba el gutural y animalesco sonido de su voz.

—¡Lo siento, lo siento! ¡Lo siento! —gritó Jimbo lloriqueando.

Caitlin sólo quería dejarlo ir y terminar con ese asunto, pero había algo en ella que no se lo permitía. La ira la había invadido de forma muy inesperada y con demasiada fuerza. No podía terminar con todo así nada más. En su interior, el enojo seguía fluyendo, creciendo. Quería matar a aquel chico. Era ridículo pero en verdad quería hacerlo.

—¿Caitlin! —gritó Sam; y ella percibió el miedo en su voz —¡Por favor!

Pero Caitlin no podía ceder; en verdad iba a asesinar al muchacho.

En ese momento escuchó un gruñido, y por el rabillo del ojo, alcanzó a ver al perro. De pronto dio un enorme salto con la boca abierta y los colmillos preparados para morderle el cuello.

Ella reaccionó de inmediato. Soltó a Jimbo, y con un solo movimiento, atrapó al perro en el aire. Lo cargó, lo sujetó del vientre y lo aventó.

El animal salió volando a tres, a seis metros de distancia. Lo arrojó con tal fuerza que surcó el lugar y atravesó la pared del establo. Al golpear con ella, la madera crujió, y volaron astillas por todas partes; el perro aulló y salió despedido hasta el otro lado.

Todo mundo miró a Caitlin en silencio. Nadie era capaz de asimilar lo que acababan de presenciar. Había sido, obviamente, un acto de fuerza y velocidad sobrehumanas, y no existía explicación viable para justificarlo. Se quedaron boquiabiertos.

A Caitlin le abrumaron sus sentimientos. Emoción, ira, tristeza. Ya no sabía lo que sentía y, además, no podía confiar en ella misma. Le era imposible hablar. Tenía que salir de ahí. Sabía que Sam no la acompañaría porque era una persona muy diferente ahora.

Y ella, también.