Antes De Que Peque

Matn
Parchani o`qish
O`qilgan deb belgilash
Shrift:Aa dan kamroqАа dan ortiq

CAPÍTULO DOS

El edificio J. Edgar Hoover estaba vacío cuando entraron Mackenzie y Ellington. Ambos habían caminado por sus pasillos a todas horas de la noche, así que no les resultaba nada fuera de lo normal. Por lo general, significaba que había algo realmente horrible esperándoles.

Cuando llegaron al despacho de McGrath, se encontraron con que la puerta estaba abierta. McGrath estaba sentado a una pequeña mesa de conferencias al fondo de su oficina, repasando una serie de documentos. Había otra agente con él, una mujer a la que Mackenzie había visto antes. Se llamaba Yardley, una mujer discreta, sensata, que había intervenido para ayudar al agente Harrison en un par de ocasiones. Les lanzó un gesto de asentimiento y una sonrisa algo robótica cuando entraron a la sala y se acercaron a la mesa de la sala de conferencias. Volvió la mirada a su portátil, enfocada en lo que fuera que tuviera en la pantalla.

Cuando McGrath elevó la mirada para saludar a Mackenzie, no pudo evitar percibir lo que parecía ser un ligero alivio en sus ojos. Era una buena manera de ser recibida de nuevo en el trabajo después de que le acortaran las vacaciones.

“White, Ellington,” dijo McGrath. “¿Conocéis a la Agente Yardley?”

“Sí,” dijo Mackenzie, con un gesto de asentimiento hacia ella.

“Acaba de regresar de una escena de crimen que está conectada con otra que tuvimos hace cinco días. Al principio, la puse a ella en el caso, pero cuando pensé que podíamos tener a un asesino en serie en nuestras manos, le pedí que nos proporcionara todo lo que tenía para que pudiera pasároslo a vosotros. Tenemos un asesinato… el segundo de su clase en cinco días. White, te llamé a ti específicamente porque te quería en el asunto en base a tu trayectoria—el Asesino del Espantapájaros en concreto.”

“¿De qué caso se trata?” preguntó Mackenzie.

Yardley giró el portátil para ponerlo frente a ellos. Mackenzie se fue a la silla que estaba más cerca de ella y tomó asiento. Miró la imagen en la pantalla con un silencio como atenuado que había llegado a conocer muy bien—la capacidad de estudiar una imagen grotesca como parte de su trabajo pero con la compasión resignada que la mayoría de los seres humanos sentirían ante una muerte tan trágica.

Vio a un hombre mayor, de pelo y barba básicamente canosos, colgando del portón de una iglesia. Tenía los brazos extendidos y su cabeza estaba inclinada hacia abajo en un ademán de parodia de crucifixión. Tenía marcas de navajazos en su pecho y un corte enorme en la frente. Le habían dejado en su ropa interior, que había absorbido mucha de la sangre que había caído de su entrecejo y de su pecho. Por lo que podía ver en las fotos, estaba bastante segura de que le habían clavado las manos al portón. Sin embargo, los pies simplemente estaban atados con una cuerda.

“Esta es la segunda víctima,” dijo Yardley. “Reverendo Ned Tuttle, de cincuenta y cinco años de edad. Le encontró una mujer mayor que había pasado por la iglesia para poner flores en la tumba de su marido. El equipo forense se encuentra en la escena en este momento. Parece que colocaron allí el cuerpo hace menos de cuatro horas. Ya hemos enviado a unos agentes para que notifiquen a la familia.”

Una mujer a la que le gusta ponerse al mando y conseguir resultados, pensó Mackenzie. Quizá nos podamos llevar bien.

“¿Qué sabemos de la primera víctima?” preguntó Mackenzie.

McGrath le pasó una carpeta. Mientras la abría y miraba los contenidos, McGrath le puso al corriente. “Padre Costas, de la Iglesia Católica del Sagrado Corazón. Le encontraron en el mismo estado, clavado al portón de su iglesia hace cinco días. La verdad es que estoy bastante sorprendido de que no te enteraras de nada de esto en las noticias.”

“No vi las noticias durante mis vacaciones a propósito,” dijo Mackenzie, con una mirada hacia McGrath que pretendía ser cómica pero que le pareció pasar totalmente desapercibida.

“Recuerdo escuchar hablar de ello junto al dispensador de agua,” dijo Ellington. “La mujer que encontró el cadáver estuvo en estado de conmoción durante un tiempo, ¿no es cierto?”

“Correcto,” dijo McGrath.

“Y en base a lo que encontró el equipo forense,” añadió Yardley, “el padre Costas no llevaba allí clavado más de dos horas.”

Mackenzie repasó los documentos. Las imágenes en su interior mostraban al padre Costas en exactamente la misma posición que el reverendo Tuttle. Todo resultaba prácticamente idéntico, hasta el detalle del corte alargado a lo largo del entrecejo.

Cerró la carpeta y se la devolvió a McGrath.

“¿Dónde está esta iglesia?” preguntó Mackenzie, señalando a la pantalla del portátil.

“A las afueras de la ciudad. Una iglesia presbiteriana de un tamaño decente.”

“Enviame las direcciones por mensaje de texto,” dijo Mackenzie, poniéndose ya en pie. “Me gustaría ir a verla por mi cuenta.”

Por lo visto, estos últimos ocho días había echado en falta el trabajo más de lo que le hubiera gustado reconocer.

***

Todavía era de noche cuando Mackenzie y Ellington llegaron a la iglesia. El equipo forense estaba terminando con su trabajo. Habían bajado el cadáver del reverendo Tuttle del portón, pero a Mackenzie eso no le importaba. En base a las dos imágenes que había visto del reverendo Tuttle, ya había visto todo lo que necesitaba ver.

Dos asesinatos en forma de crucifixión, ambos en los portones de unas iglesias. Los hombres que han asesinado eran supuestamente líderes de sus parroquias. Está bastante claro que alguien guarda algún rencor enorme contra la iglesia. Y sea quien sea, no tiene preferencia por ninguna denominación.

Ellington y ella se acercaron a la parte delantera de la iglesia mientras el equipo forense terminaba con sus procedimientos. Hacia la izquierda, cerca del pequeño letrero con el nombre de la iglesia, había un pequeño grupo de gente. Unos cuantos estaban rezando abrazados. Otros lloraban sin ningún tapujo.

Miembros de la iglesia, asumió Mackenzie con una tristeza rotunda.

Se acercaron a la iglesia y la escena no hizo más que empeorar. Había regueros de sangre y dos agujeros grandes donde se habían clavado las puntas. Escudriñó la zona en busca de otros signos de iconografía religiosa pero no vio nada. Solamente había sangre y pizcas de tierra y de sudor.

Es algo tan osado, pensó. Tiene que haber algún tipo de simbolismo en todo ello. ¿Por qué una iglesia? ¿Por qué el portón de una iglesia? Una vez sería coincidencia, pero dos veces consecutivas, en ambos casos clavados a las puertas—eso fue a propósito.

Le pareció casi ofensivo que alguien hiciera algo así delante de una iglesia. Y quizá fuera todo el sentido que había en ello. No había manera de saberlo de seguro. Aunque Mackenzie no fuera una creyente en la religión o en Dios o en los efectos de la fe, también respetaba el derecho de la gente a profesar su religión. A veces deseaba ser ese tipo de persona. Quizá fuera por eso que el acto le parecía tan deplorable; burlarse de la muerte de Cristo en la entrada misma del lugar donde la gente se reunía en busca de consuelo y de refugio en su nombre era algo detestable.

“Incluso aunque este fuera el primer asesinato,” dijo Ellington, “una visión como esta me haría pensar de inmediato que habría más asesinatos. Esto es… repugnante.”

“Lo es,” dijo Mackenzie. “Pero no estoy del todo segura de por qué me hace sentir así.”

“Porque las iglesias son lugares seguros. No te esperas encontrarte agujeros profundos hechos con puntas y sangre húmeda en sus puertas. Eso es alguna historia del Antiguo Testamento ahí mismo.”

No es que Mackenzie fuera una erudita sobre la Biblia ni de lejos, pero recordaba algunas historias de su infancia—algo sobre el Ángel de la Muerte atravesando una ciudad y secuestrando a los primogénitos de cada familia si no había cierta marca en las puertas.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Lo reprimió al darse la vuelta hacia el equipo forense. Con un leve saludo, consiguió captar la atención de un miembro del equipo. Se acercó, claramente angustiado por lo que el equipo y él acababan de ver. “Agente White,” dijo. “¿Es este tu caso ahora?”

“Eso parece. Me preguntaba si teníais las puntas que utilizaron para clavarle allí arriba.”

“Claro que sí,” dijo él. Hizo un gesto con la mano a otro de los miembros de su equipo y entonces volvió a mirar al portón. “Y el tipo que hizo esto… o era fuerte como un oso o tenía todo el tiempo del mundo para hacer esto.”

“Eso es improbable,” dijo Mackenzie. Asintió de nuevo hacia el aparcamiento de la iglesia y la calle detrás de él. “Incluso si el asesino hizo esto sobre las dos o las tres de la mañana, las probabilidades de que no hubiera un vehículo pasando por Browning Street que le pudiera ver son mínimas.”

“A menos que el asesino estudiara el área de antemano y conociera al dedillo las horas muertas del tráfico después de medianoche,” ofreció Ellington.

“¿Alguna posibilidad de grabaciones de video?” preguntó.

“Ninguna. Ya lo comprobamos. La Agente Yardley llamó a unas cuantas personas—los propietarios de los edificios cercanos. Solo uno de ellos tiene cámaras de seguridad y no están enfocadas sobre la iglesia, así que no hay nada que hacer al respecto.”

El otro miembro del equipo forense se acercó. Llevaba una bolsa de plástico de tamaño medio que contenía dos agujas grandes de hierro y lo que parecía ser un hilo de cable grueso. Las puntas estaban cubiertas de sangre, que tambien se había derramado por el interior transparente de la bolsa.

“¿Esas son agujas de ferrocarril?” preguntó Mackenzie.

 

“Probablemente,” dijo el chico del equipo forense. “Pero si lo son, son unas agujas en miniatura. Quizá la clase que utiliza la gente para los corrales de gallinas o las vallas en los prados.”

“¿Cuánto tiempo antes de que obtengas algún tipo de resultado de ellas?” preguntó Mackenzie.

El hombre se encogió de hombros. “¿Medio día, quizás? Dime qué estás buscando específicamente y trataré de que los resultados te lleguen cuanto antes.”

“Comprueba si puedes averiguar qué utilizó el asesino para clavar las agujas. ¿Puedes averiguar ese tipo de cosas por el desgaste reciente en los cabezales de las agujas?”

“Claro, deberíamos poder hacerlo. Ya hemos hecho todo lo que podemos hacer por nuestra parte. El cuerpo sigue con nosotros; no llegará a la oficina del forense hasta que lo digamos nosotros. Ya hemos espolvoreado el portón y la escalinata en busca de huellas. Te comunicaremos si encontramos alguna cosa.”

“Gracias,” dijo Mackenzie.

“Perdona que ya hayamos retirado el cadáver, pero estaba saliendo el sol y la verdad es que no queríamos que esto saliera en los periódicos de hoy. O en los de mañana, la verdad.”

“No, está bien. Lo entiendo perfectamente.”

Dicho esto, Mackenzie se giró hacia las puertas dobles, despidiéndose sin palabras del equipo forense. Intentó imaginarse a alguien arrastrando un cuerpo por el pequeño jardín y subiéndolo por las escaleras en medio del silencio nocturno. La posición de las luces de seguridad en la calle hubiera dejado a oscuras el portón de la iglesia. No había luces de ninguna clase junto al portón de la iglesia, por lo que hubiera estado sumida en una oscuridad casi absoluta.

Quizá fuera más probable de lo que pensé originalmente que el asesino se tomara todo el tiempo del mundo para hacer esto, pensó.

“Esa me pareció una solicitud extraña,” dijo Ellington. “¿Qué estás pensando?”

“Todavía no lo sé, pero sé que hubiera sido necesaria mucha fuerza y determinación para trabajar en solitario para levantar a alguien del suelo y clavar sus manos a esta puerta. Si se empleó un mazo para clavar las puntas, puede que indique que había más de un asesino—uno para levantar a la víctima del suelo además de extender el brazo, y otro para clavar las puntas.”

“Tiene cada vez mejor pinta, ¿no es cierto?” dijo Ellington.

Mackenzie asintió mientras comenzaba a tomar fotografías de la escena con la cámara de su teléfono. Al hacerlo, la idea de la crucifixión volvió a recorrerle todo el cuerpo. Le hizo pensar en el primer caso en el que había trabajado en que se habían utilizado temas de crucifixión—un caso en Nebraska que había acabado por llevarle a entablar relaciones con el Bureau.

El Asesino del Espantapájaros, pensó. Dios, ¿voy a ser capaz alguna vez de dejar ese asunto en las catacumbas de mi memoria?

Por detrás suyo, el sol comenzaba a salir, proyectando los primeros rayos de luz del día. A medida que su sombra se proyectaba lentamente sobre las escaleras de la iglesia, trató de ignorar el hecho de que casi parecía una cruz.

De nuevo, los recuerdos del Asesino del Espantapájaros le nublaron la mente.

Quizá este sea el momento, pensó con esperanza. Quizá cuando cierre este caso, los recuerdos de esa gente crucificada en los maizales dejarán de atormentarme.

Sin embargo, mientras mirada de nuevo a las puertas manchadas de sangre de la iglesia Presbiteriana Cornerstone, se temió que eso no eran más que castillos en el aire.

CAPÍTULO TRES

Mackenzie se enteró de muchas cosas sobre el reverendo Ned Tuttle en la siguiente media hora. Para empezar, dejaba atrás dos hijos y una hermana. Su mujer le había dejado hacía ocho años, para mudarse a Austin, Texas, con el hombre con el que había estado teniendo relaciones durante un año antes de ser descubierta. Los dos hijos vivían en el área de Georgetown, lo que suponía que esa iba a ser la primera parada del día para Mackenzie y Ellington. Eran poco más de las 6:30 cuando Mackenzie aparcó su coche junto a la curva que había al lado del apartamento de Brian Tuttle. Según el agente que les había informado de la noticia, los dos hermanos estaban allí, esperando a hacer lo que fuera posible para responder a sus preguntas sobre la muerte de su padre.

Cuando Mackenzie entró al apartamento de Brian Tuttle, se sorprendió un poco. Estaba esperando encontrar a los dos hijos de luto, desgarrados por la muerte de su devoto padre. En vez de ello, les encontró sentados a una pequeña mesa que había en la cocina. Los dos estaban tomando un café. Brian Tuttle, de veintidós años de edad, estaba comiéndose un bol de cereales mientras que Eddie Tuttle, de diecinueve, mojaba con aire distraído un panqueque Eggo en un charquito de sirope.

“No sé con exactitud lo que creen que podemos ofrecerles,” dijo Brian. “No es que estuviéramos en los mejores términos posibles con papá.”

“¿Puedo preguntar por qué?” dijo Mackenzie.

“Porque dejamos de asociarnos con él cuando se metió de lleno en la iglesia.”

“¿No sois creyentes?” preguntó Ellington.

“No lo sé,” dijo Brian. “Supongo que soy agnóstico.”

“Yo soy creyente,” dijo Eddie. “Pero papá… lo llevó a un nivel completamente nuevo. Quiero decir, cuando descubrió que mamá le estaba engañando, no hizo nada de nada. Después de un par de días procesándolo, la perdonó a ella y al tipo con el que le estaba engañando. Dijo que les perdonaba porque era la acción cristiana en este caso. Y se negó a siquiera hablar de divorcio.”

“Sí,” dijo Brian. “Y a mamá eso le vino a decir que no le importaba un bledo a papá—que no le preocupara que le hubiera engañado. Así que se marchó. Y él no hizo gran cosa por detenerla.”

“¿Alguna vez intentó vuestro padre ponerse en contacto con vosotros después de que se fuera tu madre?”

“Oh, claro que sí,” dijo Brian. “Como cada sábado por la tarde, suplicándonos que fuéramos a la iglesia.”

“Y, además de eso,” añadió Eddie, “estaba demasiado ocupado durante la semana incluso aunque nosotros quisiéramos vernos con él. Siempre estaba en la iglesia o en misiones de caridad o visitando a enfermos en hospitales.”

“¿Cuándo fue la última vez que alguno de vosotros habló con él en profundidad?” preguntó Mackenzie.

Los hermanos se miraron el uno al otro un momento, haciendo cálculos. “No estoy seguro,” dijo Brian. “Quizá un mes. Y no fue gran cosa para nada. Estaba haciendo las mismas preguntas de siempre: cómo nos iba en el trabajo, si ya estaba saliendo con alguien, cosas por el estilo.”

“Entonces, ¿es correcto afirmar que ambos teníais una relación distante con vuestro padre?”

“Sí,” dijo Eddie.

Bajó la vista hacia la mesa por un instante cuando la pena empezó a calarle. Mackenzie ya había visto este tipo de reacción antes; si hubiera tenido que apostar, estaba bastante segura de que uno de los dos chicos rompería a llorar en menos de una hora, cayendo en la cuenta de todo lo que se había perdido en relación con un padre al que nunca había llegado a conocer.

“¿Sabéis quién le podría haber conocido bien?” preguntó Mackenzie. “¿Tenía amigos íntimos?”

“Solo ese sacerdote o pastor o lo que sea de la iglesia,” dijo Eddie. “El que está al mando del lugar.”

“¿No era tu padre el reverendo principal?” preguntó Mackenzie.

“No. Era más bien un asistente del pastor o algo por el estilo,” dijo Brian. “Había otro tipo por encima de él. Jerry Levins, creo que se llama.”

Mackenzie se percató de la manera en que los dos jóvenes estaban confundiendo los términos. Pastor, reverendo, sacerdote… era todo bastante confuso. De hecho, ni siquiera Mackenzie conocía la diferencia, y asumió que tenía que ver con las diferencias en nomenclatura entre las distintas religiones.

“¿Y pasaba tu padre mucho tiempo con él?”

“Oh, sí,” dijo Brian, un tanto enfadado. “Todo su maldito tiempo, creo. Si necesitan saber algo sobre papá, él es la persona indicada para ir a preguntarle.”

Mackenzie asintió, bien consciente de que no iba a obtener ninguna información útil de estos dos jovencitos. Aun así, hubiera deseado tener más tiempo para hablar con ellos. Claramente, había algunas tensiones y pérdidas por resolver entre ellos. Quizá si atravesaran las paredes emocionales que les mantenían tan tranquilos, tendrían más que ofrecer.

Al final, se dio la vuelta y les dio las gracias. Ellington y ella salieron sigilosamente del apartamento. Cuando empezaron a bajar las escaleras el uno junto al otro, Ellington tomó su mano.

“¿Estás bien?” le preguntó.

“Claro,” dijo ella, confundida. “¿Por qué?

“Dos chicos… su padre acaba de morir y no están seguros de cómo enfrentarse a ello. Con todas las especulaciones sobre el viejo caso de tu padre últimamente… solo me estaba preguntando.”

Ella le sonrió, regocijándose en el aliento que le daba a su corazón en esos momentos. Dios, puede ser tan encantador…

A medida que caminaban hacia la mañana juntos, también se dio cuenta de que tenía razón: la razón por la que ella quería quedarse y seguir charlando era para ayudar a los hermanos Tuttle a resolver los problemas que habían tenido con su padre.

Por lo visto, el fantasma del caso recientemente reabierto de su padre le acechaba más de lo que quería reconocer.

***

Divisar la iglesia Presbiteriana Cornerstone a la luz de la mañana resultaba surrealista. Mackenzie conducía junto a ella de camino a su reunión con el reverendo Jerry Levins. Levins vivía en una casa que se asentaba a solo media manzana de la iglesia, algo que Mackenzie había visto con frecuencia durante su etapa en Nebraska donde los líderes de las iglesias pequeñas solían vivir muy cerca de sus casas de devoción.

Cuando llegaron a casa de Levins, había numerosos coches aparcados al lado de la calle y en la entrada a su garaje. Asumió que se trataba de miembros de Cornerstone, que habían venido para buscar consuelo o para ofrecer su apoyo al reverendo Levins.

Cuando Mackenzie llamó a la puerta principal de la modesta casa de ladrillo, le respondieron de inmediato. Era obvio que la mujer que salió a abrirles la puerta había estado llorando. Miró con desconfianza a Mackenzie y a Ellington hasta que Mackenzie le mostró su placa.

“Somos los agentes White y Ellington, del FBI,” dijo. “Nos gustaría hablar con el Reverendo Levins, si está en casa.”

La mujer les abrió la puerta y entraron a una casa que resonaba con lloros y gemidos. En alguna otra parte de la casa, Mackenzie podía oír el murmullo de oraciones.

“Iré a buscarle,” dijo la mujer. “Hagan el favor de esperar aquí.”

Mackenzie observó cómo la mujer atravesaba la casa, entrando a una pequeña sala de estar en cuya entrada había unas cuantas personas de pie. Después de algunos susurros, un hombre alto y calvo se acercó caminando hacia ellos. Igual que la mujer que había respondido a la puerta, también era evidente que había estado llorando.

“Agentes,” dijo Levins. “¿Puedo ayudarles?”

“En fin, ya sé que son momentos muy tensos y tristes para usted,” dijo Mackenzie, “pero esperamos obtener cualquier información que podamos sobre el reverendo Tuttle. Cuanto antes podamos conseguir pistas, más rápido atraparemos al responsable de esto.”

“¿Creen que su muerte pueda estar relacionada con la de ese pobre sacerdote esta semana?” preguntó Levins.

“No podemos saberlo con certeza,” dijo Mackenzie, aunque ya estaba convencida de que era así. “Y por esa razón esperábamos que pudiera hablar con nosotros.”

“Por supuesto,” dijo Levins. “Mejor afuera en la escalera. No quiero interrumpir las plegarias que se están llevando a cabo aquí.”

Les llevó de vuelta a la mañana, donde tomó asiento en las escaleras de hormigón. “Debo decirles, que no estoy seguro de lo que van a encontrar sobre Ned,” comentó Levins. “Era un creyente de primera. Además de algunos problemas con su familia, no sé si tenía algo que se pareciera ni de lejos a un enemigo.”

“¿Tenía amigos dentro de la iglesia sobre los que pueda albergar dudas respecto a su moralidad u honradez?” preguntó Ellington.

“Todo el mundo era amigo de Ned Tuttle,” dijo Levins, secándose una lágrima de los ojos. “El hombre era lo más parecido a un santo que se pueda encontrar. Devolvía a la iglesia al menos un veinticinco por ciento de su salario habitualmente. Siempre estaba en la ciudad, ayudando a dar de comer y proveer de ropa a los necesitados. Cortaba el césped para algunos ancianos, hacía reparaciones domésticas para viudas, y se iba a Kenia tres veces al año de misionario para ayudar en una obra médica.”

 

“¿Sabe alguna cosa sobre su pasado que pudiera resultar sospechosa?” preguntó Mackenzie.

“No. Y no es poco decir porque sé muchas cosas sobre su pasado. Él y yo compartimos muchas historias sobre nuestros problemas. Y puedo decirles en confianza que, entre las pocas cosas pecaminosas que experimentó en el pasado, no había nada que pudiera sugerir que le trataran como lo hicieron anoche.”

“¿Qué hay de otras personas dentro de la parroquia?” preguntó Mackenzie. “¿Había miembros de la iglesia que pudieran sentirse ofendidos por algo que hubiera dicho o hecho el reverendo Tuttle?”

Levins pensó en ello durante un instante antes de sacudir la cabeza. “No. Si hubiera algún problema de ese tipo, Ned nunca me lo contó y yo no me enteré. Pero repito… les puedo decir con la mayor certeza que no tenía enemigos según mi conocimiento.”

“Quizá sepa si—” comenzó a decir Ellington.

Sin embargo, Levins levantó la mano, como si quisiera rechazar el comentario. “Lo siento mucho,” dijo. “La verdad es que me siento bastante triste por la pérdida de mi buen amigo, y tengo a muchos miembros de la iglesia llorando dentro de mi casa. Estaré encantado de responder a las preguntas que tengan en los próximos días, pero, en este momento, necesito volver con Dios y con mi congregación.”

“Desde luego,” dijo Mackenzie. “Le entiendo, y lamento mucho su pérdida.”

Levins consiguió esbozar una sonrisa cuando se puso de nuevo en pie. Había lágrimas recientes corriendo por sus mejillas. “Lo dije en serio,” susurró, haciendo lo que podía por no derrumbarse delante de ellos. “Denme un día más o menos. Si hay algo más que tienen que preguntar, díganmelo. Me gustaría colaborar para llevar a quienquiera que haya hecho esto ante la justicia.”

Dicho esto, regresó de nuevo al interior de la casa. Mackenzie y Ellington regresaron a su coche mientras el sol tomaba su posición natural en el cielo. Era difícil de creer que solo fueran las 8:11 de la mañana.

“¿Y ahora qué?” preguntó Mackenzie. “¿Alguna idea?”

“Bueno, llevo levantado casi cuatro horas y todavía no he tomado café. Ese parece un buen lugar por el que empezar.”

***

Veinte minutos después, Mackenzie y Ellington estaban sentados frente a frente en una pequeña cafetería. Mientras tomaban su café, repasaron los documentos sobre el padre Costas que habían conseguido en el despacho de McGrath y los archivos digitales sobre el reverendo Tuttle que habían enviado por email al teléfono de Mackenzie.

Además de examinar las fotografías, no había mucho que estudiar. Incluso en el caso del padre Costas, en el que había papeleo de acompañamiento, no había gran cosa que decir. Habían acabado con su vida con la herida de cuchillo en su pulmón o con una incisión profunda en su nuca que había profundizado lo suficiente como para revelar destellos blanquecinos de su médula espinal.

“Así que, según este informe,” dijo Mackenzie, “las heridas infligidas en el cuerpo del padre Costas probablemente fueron las que le mataron. Seguramente estaba ya muerto cuando le crucificaron.”

“¿Y eso significa algo?” preguntó Ellington.

“Creo que hay muchas posibilidades. Está claro que hay algún tipo de ángulo religioso en todo esto. El mero concepto de la crucifixión apoya esa idea. No obstante, hay una gran diferencia entre utilizar el acto de la crucifixión como mensaje y utilizar la imagen de la crucifixión.”

“Creo que te entiendo,” dijo Ellington, “pero puedes continuar con la explicación.”

“Para los cristianos, la imagen de la crucifixión sería simplemente un tipo de descripción. Si ese fuera el caso, los cadáveres hubieran estado prácticamente libres de heridas. Piensa en ello… la cristiandad al completo sería bastante diferente si Cristo hubiera estado ya muerto cuando le clavaron en la cruz.”

“Entonces, ¿piensas que el asesino solo está crucificando a estos hombres para hacer una exhibición?”

“Demasiado pronto para decirlo,” dijo Mackenzie. Se detuvo el tiempo suficiente como para darle un trago delicioso a su café. “Sin embargo, me inclino por pensar que no. Ambos hombres eran clérigos… líderes de una iglesia en una forma u otra. Exhibirles maniatados como a la figura cristiana que está en el centro de sus iglesias es un signo demasiado claro. Hay algún tipo de motivo detrás de todo ello.”

“Te acabas de referir a Jesucristo como a una figura cristiana. Pensé que creías en Dios.”

“Así es,” dijo Mackenzie. “Pero no con la fuerza y la convicción que tenía alguien como Ned Tuttle. Y cuando hablamos de historias bíblicas—la serpiente que habla, el arca, el golpe a golpe de la crucifixión—creo que hay que echar la fe a un lado y apoyarme en algo que se parece más a la fe ciega. Y no me siento cómoda con eso.”

“Guau,” dijo Ellington con una sonrisa. “Eso es profundo. Yo… prefiero simplemente decir que no lo sé por toda respuesta. Por tanto, respecto al motivo que has mencionado, ¿cómo lo descubrimos?” preguntó Ellington.

“Buena pregunta. Planeo empezar con la familia del padre Costas. No hay gran cosa en los informes que pueda servirnos de algo. Además, creo—”

Le interrumpió el sonido del teléfono de Ellington. Él lo respondió con rapidez y frunció el ceño al mirar la pantalla. “Es McGrath,” dijo antes de responder.

Mackenzie escuchó la parte de Ellington en la conversación, incapaz de comprender de qué estaba hablando. Después de menos de un minuto, Ellington concluyó la llamada y se metió el teléfono de nuevo al bolsillo.

“En fin,” dijo. “Parece que irás a visitar a la familia de Costas por tu cuenta. McGrath necesita que regrese a la oficina. Alguna tarea relativa a un caso sobre el que ha sido de lo más discreto.”

“Lo que seguramente quiere decir que es trabajo aburrido,” dijo Mackenzie. “Qué suertudo.”

“Aun así, resulta extraño que me saque de aquí tan deprisa cuando todavía no tenemos pistas. Debe de significar que tiene una confianza inmensa en ti de repente.”

“¿Y tú no?”

“Ya sabes lo que quiero decir,” dijo Ellington, sonriendo.

Mackenzie le dio otro trago a su café, un tanto decepcionada al descubrir que ya estaba vacía. Tiró la taza a la basura y reunió los archivos y su teléfono, lista para dirigirse a su primera parada. Pero primero, se dirigió al mostrador para pedir otro café.

Parecía que iba a ser un día muy largo. Y sin Ellington para mantenerla despierta, sin duda alguna iba a necesitar café.

Claro que, por otra parte, los días largos solían acabar con pistas—y productividad. Y si Mackenzie se salía con la suya, encontraría al asesino antes de que tuviera el tiempo suficiente para planear otro asesinato.