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Amaury

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VI

Se abrió en esto la puerta del despacho para dar paso a una joven que se aproximó de puntillas al doctor y después de contemplarle un instante con melancólica expresión a la que no parecía habituado su semblante risueño, le dio en la espalda una palmada cariñosa.

El doctor se estremeció y levantó la cabeza.

– ¡Cómo! ¡Antoñita! ¿eres tú? – exclamó. – ¡Bien venida seas, hija mía!

– No sé si dirá usted eso mismo dentro de muy poco rato, tío.

– ¿No? ¿por qué no he de decirlo?

– Porque vengo a reñirle.

– ¿Reñirme, tú?

– Sí, yo misma.

– ¡A ver! Explícate; dime por qué.

– Querido tío, lo que tengo que decirle es cosa muy seria.

– ¿De veras?

– Mire usted si lo será, que casi no me atrevo…

– En verdad, tiene que ser algo muy serio para que te dé tanto reparo a ti, querida sobrina. Pero veamos, ¿de qué se trata?

– De cosas que no son propias ni de mi edad, ni de mi posición.

– Vamos, habla de una vez, tontuela. Ya sé yo que tu jovialidad encubre una inteligencia sesuda y grave y que tras de tu frivolidad aparente escóndese un carácter más prudente y razonable que el nuestro. Habla, pues, sin recelo, máxime si, como supongo, vienes a hablarme de mi hija…

– Sí, tío, precisamente vengo a hablarle a usted de Magdalena.

– ¿Y qué tienes que decirme?

– Tengo que decirle, tío, mejor dicho, debo decirle a usted… perdóneme si soy tan atrevida, pero debo decirle que quiere demasiado a mi prima y acabará por matarla…

– ¡Yo! ¡Matarla, yo! ¿Qué es lo que estás diciendo?

– Digo, tío, que su lirio, como usted la llama, es cosa muy frágil, muy delicada, y que combatido por dos amores a la vez no resistirá, sino que habrá de quebrarse.

– No te entiendo, Antoñita, si no te explicas mejor.

– Sí que me entiende usted, tío – dijo la joven rodeando con sus brazos el cuello de Avrigny. – ¡Ya lo creo que me entiende!.. Tan bien como yo le he comprendido.

– ¿Pero estás loca, chiquilla? – exclamó el doctor, aterrado. – ¿Que tú me has comprendido, dices?

– Sí, señor.

– ¡No puede ser!

– Tío – dijo la joven sonriendo tan melancólicamente que no se comprendía cómo podían sonreír así aquellos labios tan sonrosados – tío, no hay corazón impenetrable para los ojos de los que aman; yo que le quiero a usted he alcanzado a leer en el suyo.

– ¿Y qué has visto en él?

Antonia miró a su tío e hizo un gesto de vacilación.

– ¡Vamos! ¡habla! – ordenó el doctor. – ¡No me martirices más con tus reticencias!

Antonia, acercando sus labios al oído de Avrigny le dijo en voz muy baja:

– Está usted celoso, tío.

– ¿Yo? – exclamó el doctor.

– Sí – afirmó la joven – y esos celos llegan a hacerle obrar mal.

– ¡Dios de bondad! – exclamó el doctor inclinando la cabeza con profundo abatimiento. – Yo creía que sólo Tú, con tu omnisciencia infinita, conocías mi secreto.

– ¿Acaso hay en ello algo que pueda causar horror? Los celos constituyen una pasión execrable, pero que no es tan difícil de vencer, después de todo. Yo también he tenido celos de Amaury.

– ¿Tú? ¿Celos de Amaury, dices?

– Sí – repuso Antoñita bajando a su vez la frente; – los tenía porque él venía a robarme a mi hermana y porque cuando vivía con nosotros mi prima sólo tenía ojos para él y ni siquiera se acordaba de que yo estaba con ellos.

– ¿Así, pues, has sentido tú lo mismo que siento yo?

– Poco más o menos, sí; pero gracias a Dios yo he logrado dominarme, puesto que vengo a decirle: «Tío, los dos se aman con locura y es conveniente casarlos, porque separarlos sería la muerte de ambos.»

El doctor movió la cabeza tristemente y sin despegar sus labios mostró a Antoñita las últimas líneas que acababa de trazar. Su sobrina las leyó en voz alta, y dijo:

– Tranquilícese usted, tío; Magdalena no ha sufrido ni un solo acceso de tos.

– ¡Dios mío! – exclamó Avrigny mirando a su sobrina con asombro manifiesto. – ¡Todo lo adivina esta criatura! ¡Lo ha comprendido todo!

– Sí, tío, sí, he llegado a comprender toda la ternura que encierra su corazón. Mas reflexione que si Magdalena se ha de casar alguna vez, ¿no hemos de preferir todos que se case con Amaury? ¿Es que habremos de creer que su dicha constituirá nuestra desgracia? ¿Acaso hemos de echarle en cara su alegría? Dejemos que sean felices y no tratemos de oponernos insensatamente a su destino. No por eso irá usted a quedarse solo, porque tendrá en su compañía a su sobrina, a su Antoñita, que tanto le quiere, que a nadie ama más que a usted y que jamás se separará de su lado. No sabrá reemplazar a Magdalena, demasiado lo comprendo, pero sí será otra hija, aunque no tan rica ni tan hermosa, que no se enamorará como ella, pues aunque la pretendiesen y poseyera las dotes de Magdalena no habrá de querer a nadie, porque le consagrará toda su vida y le consolará… Así como usted será a su vez su consuelo.

– Pues Felipe Auvray, ese amigo de Amaury ¿no está enamorado de ti? Y tú ¿no le correspondes?

– ¡Tío!.. ¡Tío!.. – exclamó Antoñita, como queriendo reconvenirle.

– Está bien, no hablemos de ello. Todo se hará como quieras, que en resumen es lo mismo que yo tenía en proyecto. Pero es necesario hacer que se explique Amaury, porque hemos podido equivocarnos… Si así fuera… Si no amase a Magdalena…

– No es posible equivocarse, tío, y usted está bien seguro de su amor… como también lo estoy yo.

Avrigny no replicó porque su convicción era la misma de su sobrina.

Se abrió de pronto la puerta del aposento y José, el ayuda de cámara del doctor, entró para anunciarle que el criado del conde Amaury de Leoville traía para él una carta de parte de su amo.

Avrigny y su sobrina cambiaron una mirada de inteligencia, pues los dos supusieron en el acto cuál sería el contenido de la misiva de Amaury.

El doctor dijo al criado:

– Venga la carta y di a Germán que espere un momento y podrá llevarse la respuesta.

Pocos instantes después tenía Avrigny la carta entre sus manos sin atreverse a abrirla.

– ¡Valor, tío! – díjole Antoñita para darle ánimo.

Obedeció maquinalmente el doctor, abrió la carta y después de leerla de un tirón alargóla a su sobrina que con un gracioso ademán la rechazó y le dijo:

– ¿Para qué, tío? ¡Si ya me imagino lo que dice!

– Tienes razón – asintió el padre de Magdalena, contestando a Antonia con las palabras de Hamlet a Polonio (Words, Words, Words): – ¡Palabras, palabras, palabras!

– ¿Sólo palabras ha visto usted en esa carta? – preguntó con viveza Antonia arrebatándosela y devorándola de una ojeada.

– Palabras solamente – replicó el doctor; – palabras con que esos artistas de la frase saben suplantarnos en el corazón de nuestras hijas que no tienen empacho en sacrificar a esa retórica huera el cariño que les profesamos.

– Tío – dijo con gravedad Antonia devolviéndole la carta; – créame usted: Amaury quiere a Magdalena con amor puro y sincero. Y yo, que he leído esta carta como usted, he visto algo más en ella y le respondo que la ha escrito con el corazón, no con el entendimiento.

– Entonces…

Antonia ofreció a su tío una pluma que él aceptó para escribir acto continuo:

«Querido Amaury: Ven a verme mañana. Te aguardaré a las once.

»Tu padre,

»Leopoldo de Avrigny.»

– ¿Y por qué no le cita usted para esta misma noche? – preguntó Antoñita, que por encima del hombro de su tío leía lo que éste iba escribiendo.

– Porque serían muchas emociones juntas, para mi pobre hija. Ahora irás a decirle que le he escrito ya y que crees que vendrá mañana por la mañana.

Y haciendo entrar al ayuda de cámara de Leoville le entregó la respuesta.

VII

Cuando al día siguiente despertó Magdalena, a quien la intensa emoción sufrida había rendido hasta el extremo de dejarla sumida en un sopor profundo, era ya bien entrada la mañana.

Llamó a su doncella y le mandó que abriese las ventanas.

Por el muro exterior trepaba un frondoso jazmín a la sazón en plena florescencia y cuyas ramas penetrando algunas veces en la estancia embalsamaban el ambiente con el fragante aroma de sus flores.

Magdalena, como todo temperamento nervioso, adoraba las flores y sus perfumes, que por cierto le eran muy perjudiciales, y pidió que le diesen su jazmín acostumbrado.

Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillo peinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas que a Magdalena le estaban vedadas en absoluto.

La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que le acercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con la ligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de la noche. Esto era lo único que podía envidiarle Magdalena, ya que era más hermosa y más rica que su prima.

Pero en aquella ocasión Antoñita, contra su costumbre, en lugar de correr en busca de sus flores paseábase lentamente en actitud meditabunda y casi triste.

Magdalena, incorporada en su lecho, la siguió con la mirada, en la que se revelaba cierta inquietud, y luego cuando Antoñita, que había desaparecido acercándose a la casa, volvió a aparecer lejos del edificio, se dejó caer de nuevo en la cama lanzando un hondo suspiro.

– ¿Qué tienes, hija mía? – preguntó el doctor, que entraba a verla, y habiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeño combate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba el corazón de Magdalena.

– Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz – contestó la joven. – Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada a eterna esclavitud. Que el sol del mediodía es demasiado ardiente… Que el aire matinal es demasiado frío… ¡Siempre la misma canción! ¿Para qué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirse con la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada a vivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá?

 

– No, hija mía, no, ¡qué niñería! No padeces ninguna enfermedad, pero tu constitución es muy delicada. Tú misma acabas de decirlo: Eres una flor de invernadero, una de esas flores que así se guardan porque se las tiene en gran estima. Ya habrás visto que son las más cuidadas. ¿Qué es lo que puede faltarles? ¿Carecen por ventura de algo que puedan poseer sus compañeras? ¿No disfrutan como ellas de la vista del cielo? ¿No las acaricia el sol del mismo modo? Me dirás que eso es al través de los cristales, pero cuenta también que éstos las resguardan del viento y de la lluvia, que tronchan las demás flores.

– No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta o margarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la planta preciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean al aire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía… ¡Oh! Observe usted cómo abrasa.

Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a su frente.

– Pues por eso mismo temo tanto los efectos de ese aire glacial. Cuando hagas que los sueños de un corazón ilusionado dejen de abrasar tu frente te permitiré correr como tu prima. Si tienes empeño en salir de tu invernáculo y vivir al aire libre, te llevaré a Hyéres, a Niza o a Nápoles, y en un edén de esos tres que te he nombrado yo te dejaré hacer lo que quieras.

– Pero… ¿vendrá él con nosotros? – preguntó Magdalena mirando a su padre con cierta timidez.

– Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.

– ¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer ¿verdad?

– No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto que anoche mismo le escribí para que venga.

– Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen quererme amaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.

– ¿Quién habla de morir, hija, mía? – dijo el doctor acariciando sus manos. – No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque sé que no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, que estoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.

– ¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lo juro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además, ¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así que se muriese su hija.

Avrigny lanzó un suspiro.

– ¡Ay! – murmuró. – Si mi ciencia y mi saber tuviesen la eficacia que imaginas, aún viviría tu madre, hija mía… Pero ¿quieres decirme en qué piensas, Magdalena, para perder así el tiempo? Mira que son ya las diez y Amaury debe venir a las once, pues a esta hora le he citado.

– Ya lo sé, papá; llamaré a Antoñita que me ayudará a vestirme y dentro de un momento me tendrá usted, a su disposición. ¡A ver si ahora me llamará, como siempre, perezosa!

– Porque lo eres, te llamo así, Magdalena.

– Considere usted, papá, que no me encuentro bien sino en la cama. Mientras estoy levantada siento dolor o cansancio.

– ¿Acaso te has sentido enferma estos días alguna vez, sin participármelo?

– No, papá; siempre me he encontrado bien. Luego, ya sabe usted que lo que me atormenta no puede calificarse propiamente de dolor, pues es un malestar sordo y febril, y aun no es continuo, porque me deja en paz algunos ratos. Ahora mismo estoy bien, no siento nada… Te tengo a mi lado y pronto veré a Amaury… Soy feliz y me encuentro muy a gusto.

– Mira: ahí tienes a Amaury.

– ¿En dónde está?

– En el jardín, hablando con Antoñita. Por lo visto ha equivocado la hora – dijo sonriéndose el doctor; – yo le decía en mi carta que viniera a las once y él habrá leído con los ojos del deseo que la cita era a las diez.

– ¡Que está con Antoñita en el jardín! – exclamó Magdalena incorporándose para mirar en aquella dirección. – Es cierto… ¡Papá, llama a Antoñita en seguida, por favor! Quiero vestirme y necesito su ayuda.

Avrigny se aproximó a la ventana y llamó a su sobrina.

Amaury, sorprendido, no queriendo que se notase en la casa su prematura llegada, se escondió rápidamente tras un grupo de árboles, creyendo que así no sería visto.

Poco después entró Antoñita en el dormitorio de Magdalena y el doctor se retiró mientras su hija se disponía a vestirse; y una hora más tarde Antoñita quedaba en el aposento en tanto que su prima y el doctor aguardaban a Amaury en el mismo saloncito donde ocurrió la escena de la víspera.

Un criado anunció al conde de Leoville y al entrar éste el doctor se adelantó a recibirle sonriente; Amaury le estrechó la mano con timidez y Avrigny, le condujo ante Magdalena, que le miraba asombrada.

– Hija mía – le dijo; – te presento a Amaury de Leoville, tu prometido. Amaury – añadió volviéndose hacia el joven, – he aquí a Magdalena de Avrigny, tu futura esposa.

Magdalena lanzó un grito de alegría y Amaury cayó de hinojos. Mas de pronto levantose porque acababa de ver que Magdalena vacilaba y estaba a punto de desplomarse.

El señor de Avrigny se apresuró a acercar una butaca en la que Magdalena se dejó caer más bien que se sentó, porque, en efecto, sentíase desfallecer por momentos. Tantas emociones trastornaban su espíritu aniquilando sus fuerzas, y para ella el gozo era casi tan peligroso como la pena.

Al volver a abrir los ojos vio a Amaury arrodillado junto a ella y a su padre estrechándola contra su pecho. Besaba el uno sus manos y el otro prodigábale cuidados, llamándola con los nombres más cariñosos. Su primer beso fue para su padre; su primera mirada fue para su prometido.

Los dos sintieron a un tiempo el torcedor de los celos.

– Querido Amaury – dijo el señor de Avrigny, – hoy eres mi prisionero y tenemos que pasar juntos el día haciendo proyectos, y forjando novelas… Digo, dando por supuesto que quieras admitir en tu intimidad, a un padre tan déspota como yo.

– Así, pues, padre mío (ya que ahora bien puedo llamarle así), su frialdad no reconoció otra causa que la que yo había supuesto: mi falta de franqueza con usted.

– Sí, Amaury; pero no hablemos ya de eso – repuso sonriéndose el doctor. – Te perdono tu disimulo si tú me perdonas a mí mi mal humor. Quedamos así en paz, ¿no te parece? Pensemos desde hoy solo en amarnos, ¡ingratos! Así lo exige mi condición de tirano implacable y desnaturalizado.

A tal punto habían llegado las cosas que únicamente faltaba fijar la época, en que había de celebrarse la boda.

Como es natural, Amaury quería apresurarla y se oponía enérgicamente a todo aplazamiento; pero al fin la certeza de su dicha le hizo someterse a las razones que le expuso el padre de Magdalena.

Verdad es que éste se mostró de todo punto inflexible pues decía con razón:

– La sociedad en que vivimos no gusta de que se la den sorpresas especialmente en esta clase de asuntos y suele vengarse de ello esgrimiendo el arma de la calumnia.

En resumen, no había más remedio que dejar pasar el tiempo preciso para poder hacer la presentación de Amaury como yerno de Avrigny.

Entonces pidió el joven que se llevase a cabo cuanto antes aquella formalidad.

En su virtud, fijose la presentación para la semana siguiente, y para dos meses más tarde quedó acordada la fecha del casamiento.

De todo ello se trató en presencia de Magdalena, sin que ésta despegase los labios, pero sin que perdiese ni una palabra de cuanto allí se habló. Sus mejillas ruborosas y su mirada, un tanto inquieta prestaban a su semblante una expresión de candor inefable. La felicidad revelada en su rostro, realzaba su belleza: sus miradas vagaban de su novio a su padre, y de éste a su novio, haciéndoles por igual con coquetería encantadora los honores de su gracia.

Cuando ya no hubo nada que decidir entre todos levantose el doctor y con un ademán indicó a Amaury que le siguiese:

– Desde hoy, niña mimada, atrévete a estar enferma, y verás cómo te las entiendes conmigo – dijo a su hija al disponerse a salir.

– Gracias a usted, hoy entro en convalecencia, y ya considero que he recobrado la salud de un modo definitivo. ¡Qué bueno es usted, papá! Pero, dígame, ¿adonde se lleva a Amaury? ¿Por qué no se queda aquí?

– Porque ahora lo necesito. Lo siento mucho, pero es una ausencia necesaria. A la poesía del amor sigue la prosa del matrimonio. Mas no te apenes, por eso, hija mía, porque, si te dejamos un momento, lo hacemos para tratar de tu dicha.

Amaury se acercó a ella, y besando sus cabellos le dijo en voz muy baja:

– Te prometo volver en seguida.

El doctor había pensado que tenían que fijar las condiciones del contrato. Conocía él muy bien la fortuna de Amaury, casi doblada por su integérrima administración; pero el joven no tenía la menor idea de la cuantía de la de su suegro, que, dicho sea de paso, casi igualaba a la suya.

Avrigny, señaló la cantidad de un millón de francos como dote de su hija. Al saberlo Amaury, creyó atinar con la causa de aquella sistemática oposición que a su amor había hecho el padre de Magdalena; pensó que quizás esperaba proporcionarle a ésta un esposo, si no más rico que él, por lo menos en situación más brillante que la suya; que ocupase un puesto conquistado por sus méritos en lugar de una posición heredada de sus padres. Y como esta explicación era la más razonable, a ella se atuvo Leoville.

Verdad es que pronto desterró de su mente estas ideas retrospectivas. Generalmente buscan refugio en los recuerdos del pasado, los que tienen cerrado el porvenir; los que lo ven abierto ante sí precipítanse en él sin reflexionar jamás.

Media hora escasa duró la conferencia entre Amaury y el doctor, pues viendo éste la impaciencia del joven, se compadeció de él, y fingiendo que no la advertía, dio por terminado el asunto, y dejó en libertad a su antiguo pupilo, que se apresuró a volver al salón, en busca de Magdalena.

VIII

Pero la joven estaba a la sazón en el jardín, adonde había bajado, dejando sola a Antoñita, y ante ésta, se encontró Amaury cuando entró en la vasta pieza.

Antonia hizo ademán de retirarse en el acto, pero comprendiendo que, si se marchaba de aquel modo, parecía rehuir la presencia de Leoville como si se sintiese pesarosa de su dicha, se detuvo y volviendo la cabeza le dijo, sonriendo de un modo encantador:

– ¿Es usted feliz ya, Amaury?

– ¡Mucho, Antoñita! Aunque me había dejado usted adivinar algo esta mañana, no podía yo sospechar en modo alguno la realidad. ¿Y usted? – agregó, acompañándola hasta su asiento. Dígame: ¿Cuándo podré felicitarla yo a usted?

– ¿Felicitarme a mí? ¿De dónde saca usted que pueda ocurrir tal cosa? ¿Es posible que llegue nunca ese caso?

– Sí, Antoñita; casándose usted. Ni su linaje, ni su edad, ni su figura dan motivo para suponer ni por asomo que pueda usted quedarse para vestir imágenes.

– Pues oiga usted lo que voy a decirle ahora, en este momento cuya solemnidad dará suficiente valor a mis palabras para que queden por siempre grabadas en su memoria: No me casaré jamás.

Y al pronunciar Antoñita estas palabras era su acento tan grave y revelaba tal resolución, que Amaury quedó asombrado al oírla.

– ¡Vaya! ¡vaya! – exclamó procurando tomar en broma la afirmación de Antoñita. – ¡A otro perro con ese hueso! ¿Va usted a decirme eso a mí que conozco tanto al feliz mortal que habrá de hacerle mudar de intención?

– ¡Oh! ¡Ya sé, ya, adónde quiere usted ir a parar! – repuso Antonia con melancólica sonrisa, – pero se equivoca usted Amaury; esa persona a que se refiere no ha puesto nunca en mí sus ojos ni ha pensado en mí para nada. No hay nadie que pretenda a una huérfana que carece de bienes de fortuna, y yo, si he de serle franca, tampoco amo a ningún hombre…

– Ahora es usted quien se engaña – replicó Amaury, – pues no puede usted ser pobre, siendo la sobrina, del doctor Avrigny, y la hermana de Magdalena. Cuenta usted, Antonia, con doscientos mil francos de dote, y en estos tiempos, ese capital, representa, muchas veces, el triple de la fortuna de las hijas de algunos pares de Francia.

– No ignoro yo que mi tío tiene un corazón muy noble, y no necesitaba esta prueba para convencerme de ello; pero por eso mismo no hay razón alguna para que yo pague con ingratitud sus beneficios. Mi tío quedará solo, y cuando esto ocurra no me separaré de su lado mientras él me lo permita. Después, mi destino futuro está en Dios.

Con tal convicción se expresaba Antoñita, que Amaury comprendió que por el momento, al menos, era inútil hacer ninguna objeción; así, que se limitó a estrecharle la mano en silencio, con ternura, porque amaba a Antoñita con cariño de hermano. Pero la joven retiró la mano con rapidez, y Amaury volvió la cabeza, sospechando que algún motivo debía tener para ello.

 

Entonces vio a Magdalena que estaba contemplándoles, tan pálida como la rosa blanca que acababa de cortar en el jardín, y que con infantil coquetería lucía en los cabellos.

Leoville corrió hacia ella y le preguntó en voz baja:

– ¿Qué te pasa, Magdalena? ¿Estás indispuesta? ¿Qué tienes?

– No me pasa nada, Amaury – respondió la pobre niña. – Me encuentro bien: quien debe estar indispuesta es Antoñita; mira qué triste parece.

– Sí, está triste, precisamente yo le preguntaba ahora la causa de esa tristeza… ¿Sabes cuál es?.. Dice que nunca se casará. ¿Será que está enamorada?

– Sí – respondió Magdalena de un modo singular; – creo que has acertado. Pero dejemos esto y acerquémonos a ella, pues nuestras conversaciones en voz baja, le causan gran pesadumbre.

Efectivamente, Antoñita parecía estar inquieta, como si fuese presa de una viva desazón. Aproximáronse a ella, mas no lograron que se sentase de nuevo. Dijo que tenía que escribir una carta, y se retiró a su cuarto.

Así que hubo salido del salón, respiró Magdalena con más libertad, y volvieron ella y Amaury a forjarse nuevos planes. Proyectaron largos viajes por Italia, y en medio de sus protestas de amor no menos nuevas por ser siempre repetidas, prometiéronse prolongar aquellos dulces coloquios durante toda su vida.

De este modo sorprendioles la noche cuando ellos imaginaban no haber pasado juntos sino muy pocos instantes.

De su arrobamiento vinieron a sacarles Antonia y el doctor que aparecieron cada uno por su lado y se acercaron a ellos sonriendo. Amaury estaba, de nuevo a los pies de su amada, pero esta vez Avrigny, lejos de irritarse como la víspera, le indicó que no se moviese y tras de contemplar un momento aquel hermoso grupo, les tendió sus manos, exclamando:

– ¡Hijos míos!

Antoñita, por su parte, ya fuese debido a su fuerza de voluntad o a versatilidad de humor, estuvo como nunca, encantadora, haciendo gala de su jovialidad y de su gracia. Quizás un frío observador habría considerado algo febril aquella animación y algo aparente aquella franca alegría.

Los dos novios, absorbidos en sus propios sentimientos, no tenían tiempo para analizar los ajenos. Sólo de vez en cuando Magdalena hacía recordar a Amaury, tocándole en el codo, que estaban en presencia de su padre. Entonces la conversación se hacía general, no siendo ella la que menos ponía de, su parte en tal empeño; pero pronto triunfaba el sentimiento predominante, dando motivo al doctor para evaluar con amargura el sacrificio que había hecho al otorgarle la limosna de una caricia, de una mirada, o de una simple palabra.

No tuvo valor para ver cómo le escatimaba su amor filial y apenas dieron las nueve pretextó la fatiga de la víspera para retirarse a descansar dejando en su lugar a la señora Braun.

Pero antes de marcharse, al dar a su hija el beso de despedida, apoderose de una de sus manos y le tomó disimuladamente el pulso. Una ráfaga de indecible alegría, iluminó en el acto el contraído semblante del doctor. El pulso era normal; circulaba la sangre con regularidad perfecta; la arteria no denunciaba la más leve agitación y los hermosos ojos de Magdalena no brillaban ya con el fulgor de la fiebre, sino con el resplandor de la felicidad.

Volviose Avrigny hacia Amaury, y estrechándole en sus brazos le deslizó al oído estas palabras:

– ¡Si tú pudieras salvarla!..

Y gozoso casi en igual medida que los novios se dirigió a su despacho para trasladar a su diario las impresiones de aquel día, uno de los más memorables de su vida.

No tardó en retirarse Antoñita, cuya desaparición no advirtieron ni Amaury ni Magdalena, y aun podría asegurarse que ambos la creían presente cuando al dar las once se les acercó la señora Braun, para recordar a Magdalena que su padre no permitía que se acostase más tarde.

Hubieron, pues, de separarse por fuerza, no sin hacerse las más tiernas promesas para el día siguiente.

Al volver Amaury a casa, se conceptuaba el más dichoso de los mortales. Había pasado un día de felicidad completa, de esos que hacen época en la existencia de un hombre; uno de esos días que no son oscurecidos por la más ligera nube, y en que todos los accidentes de la vida ordinaria confúndense de un modo armónico lo mismo que los detalles de un magnífico paisaje se confunden con el cielo.

Ni una leve ondulación había turbado la tranquila superficie del lago de aquel día, ni una sombra había venido a oscuraecer los perdurables recuerdos que debía dejar en su memoria.

Leoville entró en su casa, casi asustado de tanta dicha, tratando vanamente de adivinar de dónde podría venir la primera nube capaz de empañar el cielo radiante de su felicidad.